Se hace tarde y anochece

la Eucaristía? ¿Tendrás valor para llamar a esos jóvenes a la vida consagrada? ¿Te atreverás a decir que sin la confesión regular la comunión sacramental corre peligro de perder su significado? ¿Tendrás la audacia de recordar la verdad de la indisolubilidad del matrimonio? ¿Tendrás caridad para recordársela incluso a quienes es posible que te lo reprochen? ¿Tendrás valor para invitar con delicadeza a cambiar de vida a los divorciados comprometidos en una nueva relación? ¿Prefieres el éxito o quieres seguirme? Dios desea que, como san Pedro, llenos de amor y de humildad, seamos capaces de responderle: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» ( Jn 6, 68). El amor a Pedro El papa es el portador del misterio de Simón-Pedro, a quien Cristo dijo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» ( Mt 16, 18). El misterio de Pedro es un misterio de fe. Jesús ha querido confiar su Iglesia a un hombre. Para que no lo olvidáramos, dejó que ese hombre le traicionara tres veces a la vista de todos antes de entregarle las llaves de su Iglesia. Sabemos que la barca de la Iglesia no se le confía a un hombre porque tenga unas aptitudes extraordinarias. No obstante, creemos que ese hombre estará siempre asistido por el Divino Pastor para que la regla de la fe se mantenga firme. ¡No tengamos miedo! Escuchemos a Jesús: «Tú eres Simón [...]. Tú te llamarás Cefas» ( Jn 1, 42). La trama de la historia de la Iglesia se ha tejido desde los primeros tiempos: un hilo dorado de las decisiones infalibles de los pontífices, sucesores de Pedro; un hilo negro de los actos humanos e imperfectos de los papas, sucesores de Simón. En medio de esta maraña incomprensible de hilos entremezclados, percibimos la pequeña aguja guiada por la mano invisible de Dios, atenta a trazar sobre el entramado el único nombre por el que podemos ser salvados: ¡el nombre de Jesucristo! Amigos míos, vuestros pastores están llenos de defectos y de imperfecciones. Pero despreciándolos no construiréis la unidad de la Iglesia. No tengáis miedo de exigirles la fe católica, los sacramentos de la vida divina. Acordaos de las palabras de san Agustín: «¿Bautiza Pedro? Es Cristo quien bautiza. ¿Bautiza Judas? Es Cristo quien bautiza» ( Comentarios a San Juan , Tratado VI, 7). El sacerdote más indigno sigue siendo instrumento de la gracia divina cuando celebra los sacramentos. ¡Hasta ese extremo nos ama Dios! Consiente en confiar su cuerpo eucarístico a las manos sacrílegas de sacerdotes miserables. Si pensáis que vuestros sacerdotes y vuestros obispos no son santos, sedlo vosotros por ellos. Haced penitencia, ayunad en reparación de sus faltas y de su cobardía.

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