Se hace tarde y anochece
Solo así podremos llevar sobre nosotros la carga de los otros. La caridad fraterna Recordemos las palabras del Concilio Vaticano II: «La Iglesia es el sacramento de la unidad del género humano». ¡Pero es tanto el odio y la división que la desfiguran...! Ha llegado el momento de volver a mirarnos con un poco de benevolencia. ¡Ha llegado el momento de anunciar el fin de los recelos y las suspicacias! En palabras de Benedicto XVI, ha llegado el momento de que los católicos emprendamos «el camino de la reconciliación interna». Escribo estas palabras en mi despacho, desde donde diviso la plaza de San Pedro, que abre de par en par sus brazos para poder abrazar mejor a la humanidad entera. Porque la Iglesia es madre y nos abre los brazos. ¡Corramos a acurrucarnos en ellos, apretujados unos junto a otros! ¡Estando en su regazo no existen amenazas! Cristo extendió de una vez para siempre sus brazos en la cruz para que, desde entonces, la Iglesia pudiera abrir los suyos y nosotros reconciliarnos, dentro de ella, con Dios y entre nosotros. A cuantos se sienten tentados por la traición, la disensión, la manipulación, el Señor vuelve a dirigirles estas palabras: «¿Por qué me persigues? [...]. Yo soy Jesús, a quien tú persigues» ( Hch 9, 4-5). Cuando nos peleamos, cuando nos odiamos, ¡es a Jesús a quien perseguimos! Oremos juntos unos instantes ante el espléndido fresco de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina. En él está representado el Juicio Final. Arrodillémonos ante la imagen de la majestad divina, rodeada de toda la corte celestial. Ahí están los santos, con los instrumentos de su martirio. Ahí están los apóstoles, las vírgenes, los desconocidos, los santos que son el secreto del corazón de Dios. Todos cantan su gloria y su alabanza. A sus pies, los reos del infierno gritan su odio a Dios. Y, de pronto, tomamos conciencia de nuestra pequeñez, de nuestra nada. De pronto, nosotros, que creíamos tener tantas buenas ideas, tantos proyectos imprescindibles, guardamos silencio, vencidos por la grandeza y la trascendencia de Dios. Llenos de un temor filial, alzamos la mirada hacia el Cristo glorioso mientras Él nos pregunta uno a uno: «¿Me amas?». Dejemos que resuene su pregunta. No nos demos prisa en responder. ¿De verdad le amamos? ¿Le amamos hasta la muerte? Si somos capaces de responder humildemente, sencillamente: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo», entonces Él nos sonreirá; entonces nos sonreirán María y los ángeles del cielo; y, como a san Francisco de Asís en su día, dirán a cada cristiano: «Ve y
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