Se hace tarde y anochece

Hay que admitir que hoy en día nos hemos alejado mucho de las recomendaciones que dirigía Pablo VI a los gobiernos en su encíclica Humanae vitae: «Decimos a los gobernantes, que son los primeros responsables del bien común y que tanto pueden hacer para salvaguardar las costumbres morales: no permitáis que se degrade la moralidad de vuestros pueblos; no aceptéis que se introduzcan legalmente en la célula fundamental, que es la familia, prácticas contrarias a la ley natural y divina. Es otro el camino por el cual los poderes públicos pueden y deben contribuir a la solución del problema demográfico: el de una cuidadosa política familiar y de una sabia educación de los pueblos, que respete la ley moral y la libertad de los ciudadanos». A mí me resulta de lo más misteriosa la falta de una verdadera política de apoyo a la familia y a la demografía por parte de los países occidentales. Desde un punto de vista meramente humano, es evidente que existe una urgencia. Creo que esta carrera hacia la muerte encierra una honda falta de esperanza. Es como si esos países hubieran dejado de creer en su propio futuro. Y, mientras tanto, la tragedia del aborto sigue causando estragos. Sus víctimas son los niños no nacidos, pero también las madres, el blanco de tantas presiones que las empujan a abortar. Hay muchas mujeres a las que esa terrible herida las acompaña durante años y que saben que han puesto fin a la vida de su hijo. Querría recordar las proféticas palabras de la madre Teresa en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz. En presencia del rey de Noruega y de toda la Academia Sueca, esta mujer tan pequeña de estatura y tan grande ante Dios recuperó el acento de los profetas del Antiguo Testamento para ponernos la verdad delante de los ojos. La madre Teresa se atrevió a decir que el aborto era una amenaza contra la paz del mundo: «Quiero compartir algo con todos ustedes —dijo—: el gran destructor de la paz hoy es el crimen del niño inocente no nacido. Porque si una madre puede asesinar a su propio hijo en su seno, ¿qué puede impedir a ustedes y a mí que nos matemos unos a otros? Leemos en las Escrituras, porque Dios lo dice claramente: “Incluso si una madre puede olvidar a su hijo, Yo no te olvidaré, te llevo grabado en la palma de mi mano”. Incluso si una madre pudiera olvidar —algo imposible, pero incluso si pudiera olvidarlo—, “Yo no te olvidaré” [...]. Hoy, millones de no nacidos son asesinados y no decimos nada. En los periódicos leemos que han asesinado a tal o cual persona. Pero nadie habla de los millones de pequeños que han sido concebidos con la misma vida que ustedes y que yo, con la vida de Dios. Y no decimos nada, nos callamos [...]. Para mí, las naciones que han legalizado el aborto son las más pobres, le tienen miedo a un niño no nacido y el niño tiene que morir [...]. Debemos tomar una sólida resolución: vamos a salvar a todo pequeño, a todo

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