Se hace tarde y anochece

El hombre occidental siente pánico ante la idea del dolor y de la muerte. Cuando el placer deja de estar garantizado, ¿para qué seguir en este mundo? Como en el caso del aborto, se observa un desplazamiento semántico que procura propiciar la evolución de las mentalidades. Se habla de una muerte digna. ¿Y a quién le gusta marcharse de aquí con dolor? Los partidarios de la eutanasia utilizan el dolor moral y psicológico de los enfermos terminales y de sus familias para fomentar su visión de las cosas. Muestran una falsa piedad que no es otra cosa que una hipócrita pulsión de muerte. La Iglesia ha acompañado siempre a los moribundos. ¿Cuántos sacerdotes, religiosos y religiosas han pasado horas al lado de los terminales? Cuando el camino en esta tierra llega a su fin, lo que necesita el hombre no es una fría jeringuilla que lo mate: necesita una mano compasiva y amante. Me vienen a la memoria las emotivas palabras de la madre Teresa: «Los pobres son grandes, son totalmente dignos de amor. No necesitan nuestra piedad ni nuestra simpatía. Necesitan nuestro amor comprensivo, necesitan nuestro respeto, necesitan que los tratemos con dignidad. Vivimos la experiencia de la pobreza extrema: la vivimos junto a ellos, los que corren el peligro de morir por un pedazo de pan. Pero mueren con dignidad. Nunca olvidaré a un hombre que recogimos de los alcantarillados, medio comido por los gusanos y, después de traerlo a casa, solo dijo: “He vivido como un animal en la calle, pero voy a morir como un ángel, amado y cuidado”. Y luego murió. Se marchó a su casa, a la casa de Dios, porque la muerte no es otra cosa que volver a casa, a la casa de Dios. Experimentó la felicidad en esta vida porque experimentó el amor, porque se sintió deseado, amado, sintió que era alguien para alguien en sus últimos instantes». ¡Morir con dignidad es morir amado! Lo demás no es más que una mentira. Las personas de los servicios de cuidados paliativos que se dedican con una generosidad incansable a disminuir el dolor, acompañar la soledad y querer a las personas lo saben: es rarísimo que un enfermo pida la eutanasia. Y, si lo hace, su petición esconde alguna carencia. En el fondo, creo que si a día de hoy se debate la eutanasia, es porque quienes gozamos de buena salud no soportamos la presencia de los enfermos y de los que sufren. Mendigan nuestro amor y nuestra compasión. No nos atrevemos a enfrentarnos a su mirada. No tenemos suficiente amor que darles. Nuestra sociedad vive una sequía de amor y se quiere desembarazar de quienes tienen más necesidad de él. ¡Visitad los hospitales; id a diario y limitaos a dar la mano a un enfermo o a un anciano abandonados a la soledad! Os lo ruego: vivid esta experiencia; sentiréis en carne propia lo que

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