Se hace tarde y anochece

La Iglesia es el último escudo frente a una nueva ética mundial macabra y suicida. Debe iluminar todas las conciencias. Cuando el sol de la Iglesia se esconde, los hombres sienten frío. Hay que recuperar el valor de san Atanasio y de san Ireneo para derribar estas nuevas herejías: un camino que abrió Juan Pablo II cuando en 1980, en los inicios de su pontificado, escribió en su encíclica Dives in misericordia: «Teniendo a la vista la imagen de la generación a la que pertenecemos, la Iglesia comparte la inquietud de tantos hombres contemporáneos. Por otra parte, debemos preocuparnos también por el ocaso de tantos valores fundamentales que constituyen un bien indiscutible no solo de la moral cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. El permisivismo moral afecta sobre todo a este ámbito más sensible de la vida y de la convivencia humana. A él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución del sentido del auténtico bien común y la facilidad con que este es enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a veces se transforma en “deshumanización”: el hombre y la sociedad para quienes nada es “sacro” van decayendo moralmente, a pesar de las apariencias». También la carta encíclica de Juan Pablo II Evangelium vitae sigue siendo un documento profético, un himno a la vida lanzado al rostro del mundo en un momento en que —por utilizar sus palabras— se multiplican los «atentados contra la vida», a través sobre todo del aborto y la eutanasia. Se puede condenar a muerte en el seno de su madre al niño no nacido, y la horrible consecuencia lógica del infanticidio en el inicio de la vida se prolonga en la eutanasia, que pretende acabar con los enfermos con graves discapacidades y con quienes han llegado al final de la vida. ¡Qué paradoja tan sorprendente! Cuando la mayoría de las sociedades quieren eliminar la pena de muerte de los asesinos, quieren reinstaurarla para los inocentes y los vulnerables: desde el niño que se está gestando hasta el enfermo y el que se hace viejo, e incluso los que están cansados de vivir. En ambos casos perdemos la solidaridad con los hombres y las mujeres que pasan por situaciones difíciles. La sociedad occidental retoma así los reflejos más arcaicos de las sociedades primitivas que se otorgaron el derecho a la vida o a la muerte de los niños y de determinados sectores de la población. Tanto el aborto como la eutanasia son las modernas manifestaciones asépticas de una barbarie silenciosa. La medicina no

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