Se hace tarde y anochece

no quede cubierto y ahogado en nosotros por el fango del egoísmo, del miedo a los hombres, de la indiferencia y del oportunismo. Elevemos este grito a Dios; dirijámoslo también a nuestro corazón, precisamente en este momento de la historia, en el que se ciernen nuevas desventuras, en el que parecen resurgir de nuevo en el corazón de los hombres todas las fuerzas oscuras: por una parte, el abuso del nombre de Dios para justificar una violencia ciega contra personas inocentes; y, por otra, el cinismo que ignora a Dios y que se burla de la fe en él. Nosotros elevamos nuestro grito a Dios para que impulse a los hombres a arrepentirse, a fin de que reconozcan que la violencia no crea la paz, sino que solo suscita otra violencia, una espiral de destrucciones en la que, en último término, todos solo pueden ser perdedores. El Dios en el que creemos es un Dios de la razón, pero de una razón que ciertamente no es una matemática neutral del universo, sino que es una sola cosa con el amor, con el bien. Nosotros oramos a Dios y gritamos a los hombres, para que esta razón, la razón del amor y del reconocimiento de la fuerza de la reconciliación y de la paz, prevalezca sobre las actuales amenazas de la irracionalidad o de una razón falsa, alejada de Dios. El lugar en donde nos encontramos es un lugar de la memoria, el lugar de la Shoah. El pasado no es solo pasado. Nos atañe también a nosotros y nos señala qué caminos no debemos tomar y qué caminos debemos tomar. Como hizo Juan Pablo II, he recorrido el camino de las lápidas que, en diversas lenguas, recuerdan a las víctimas de este lugar [...]. Todas estas lápidas conmemorativas hablan de dolor humano; nos permiten intuir el cinismo de aquel poder que trataba a los hombres como material, sin reconocerlos como personas, en las que resplandece la imagen de Dios. Algunas lápidas invitan a una conmemoración particular. Está la lápida en lengua hebrea. Los potentados del Tercer Reich querían aplastar al pueblo judío en su totalidad, borrarlo de la lista de los pueblos de la tierra. Entonces se verificaron de modo terrible las palabras del salmo: “Nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza”. En el fondo, con la aniquilación de este pueblo, esos criminales violentos querían matar a aquel Dios que llamó a Abraham, que hablando en el Sinaí estableció los criterios para orientar a la humanidad, criterios que son válidos para siempre. Si este pueblo, simplemente con su existencia, constituye un testimonio de ese Dios que ha hablado al hombre y cuida de él, entonces ese Dios finalmente debía morir, para que el dominio perteneciera solo al hombre, a ellos mismos, que se consideraban los fuertes que habían sabido apoderarse del mundo. En realidad, con la destrucción de Israel, con la Shoah, querían en último término arrancar también la raíz en la que se basa la fe cristiana, sustituyéndola definitivamente con la fe hecha por sí misma, la fe en el dominio del hombre, del fuerte. Luego está la lápida en lengua polaca: en una primera fase, y ante todo, se quería eliminar la

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