Se hace tarde y anochece
que la rodea: “Están aquí no para odiar juntos, sino para amar juntos”. Gracias a Dios, con la purificación de la memoria, a la que nos impulsa este lugar de horror, crecen en torno a él múltiples iniciativas que quieren poner un límite al mal y dar fuerza al bien. Hace poco he bendecido el Centro para el diálogo y la oración. En las cercanías se desarrolla la vida oculta de las religiosas carmelitas, conscientes de estar particularmente unidas al misterio de la cruz de Cristo; nos recuerdan la fe de los cristianos, que afirma que Dios mismo ha descendido al infierno del sufrimiento y sufre juntamente con nosotros [...]. En Auschwitz- Birkenau la humanidad atravesó por “un valle oscuro”. Por eso, precisamente en este lugar, quisiera concluir con una oración de confianza, con un salmo de Israel que, a la vez, es una plegaria de la cristiandad: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan [...]. Habitaré en la casa del Señor por años sin término” ( Sal 23, 1-4.6)». Cuando reinan la peor violencia, los imperialismos de todo tipo — sanguinarios o camuflados—, los actos de brutalidad, el desorden manifiesto e institucionalizado, el pueblo suele extrañarse de la paciencia y el silencio de Dios y se escandaliza de ellos. Ese silencio divino frente a la barbarie y los crímenes es para muchos motivo suficiente de incredulidad. ¡Si supiéramos lo viva que está la impaciencia de Dios! Para superarla no necesita nada más ni nada menos que el infinito de su amor. Dios no quiere el mal. Me da pena cuando oigo decir: «¡Dios permite el mal!». ¡No! Dios no permite el mal. Lo sufre. Fue herido de muerte por él. ¡Él es la primera víctima! Cuanto más monstruoso es el mal, más patente se hace que Dios es en nosotros la primera víctima. Dios es como una madre: por amor a un hijo la madre es capaz de sufrir con su hijo, más que su hijo y por su hijo. En virtud de esa identificación del amor con el ser amado, una madre sana puede vivir la agonía de un hijo con mayor dolor aún que el propio hijo. De eso es capaz el amor. ¿Cómo podemos pensar que el amor de Dios es menos maternal que el amor de una madre, cuando todo el amor de todas las madres, incluso el de la Virgen, no es más que una gota en el océano de la ternura maternal de Dios? Nadie sufre el golpe del dolor sin que Dios lo sufra en él, antes que él, más que él y por él. El silencio es la palabra más poderosa y la más plena de amor, y esa ausencia es la presencia más inmediata en el corazón del sufrimiento humano. Dios Amor estuvo silenciosamente presente en Auschwitz-Birkenau, inundando
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