Se hace tarde y anochece

reflejada tanto en el rostro de los niños como en el de los moribundos. Ese reflejo le resulta tan insoportable que quiere deformarlo. Ese reflejo es un incesante reproche que no puede tolerar. Quiere envilecerlo. Me viene a la memoria un libro espléndido escrito por un autor polaco que fue deportado de niño al gulag de Siberia en la época soviética. Al subir al tren que va a trasladarlo hacia los campos de concentración, se pregunta por qué han deportado también a su madre, siendo tan hermosa. ¿Qué hay más bello en el corazón de un niño que el rostro de su madre? Y se responde: «Porque ahí también necesitaban una belleza como la que irradiaba mi madre. La belleza es indispensable allá donde el hombre se vuelve un animal, o donde intentan convertirlo en un diablo». Querría hacer mía esta reflexión de Piotr Bednarski. El mundo moderno envilece y afea las realidades más sagradas: el niño, la madre, la muerte. No obstante, jamás podrá arrancar del todo de nuestras almas la belleza interior que Dios ha depositado en ellas. No puede acceder a esa belleza. Allí donde florece la santidad se difunde algo de la belleza de Dios. En el libro que acabo de citar, Las nieves azules , cuando el niño descubre la fealdad de los campos de concentración del mundo soviético y de la muerte violenta, exclama: «“A Cristo lo crucificaron. Por nosotros. Siendo sabio, joven y bello. Amó y fue amado, predicó el amor y, a pesar de eso (o precisamente por ello), lo asesinaron [...]. ¿Acaso el amor es pecado?”. Entonces algo estalló en mi interior. Me abracé a la tierra y liberé con el llanto toda mi amargura. Cuando me faltaron las lágrimas y mis ojos se quedaron secos como la arena del desierto, se abrió mi corazón». Esas lágrimas interiores que solo Dios ve limpian el mundo de toda su fealdad y de toda su vileza. Le devuelven la belleza. Los niños, las madres, los ancianos y los santos lo saben, pero es un secreto que comparten con Dios y que permanece oculto a ojos del mundo.

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