Se hace tarde y anochece

En la historia de la humanidad hay un hombre, Abrahán, que supo dar un vuelco radical al descubrir la fe como una relación de naturaleza personal con un Dios único. Esa relación se inició con una confianza incondicional en la palabra de Dios. Abrahán escucha unas palabras y una llamada; y obedece al instante. Se le pide de un modo categórico y radical que deje su país, su familia y la casa de su padre para marchar «a la tierra que yo te mostraré» ( Gn 12, 1). La fe es, por lo tanto, un «sí» a Dios. Exige al hombre que deje a sus dioses, su cultura, todas las certezas y las riquezas humanas para adentrarse en la tierra, en la cultura y en el patrimonio de Dios. La fe consiste en dejarse guiar por Dios, que se convierte en nuestra única riqueza, nuestro presente y nuestro futuro. Se convierte en nuestra fuerza, nuestro sostén, nuestra seguridad, la roca inquebrantable sobre la que podemos apoyarnos. La fe se vive construyendo la casa de nuestra vida sobre la roca que es Dios ( Mt 7, 24). Por eso Dios puede decir al hombre: «Si no os afirmáis en mí —es decir, si no creéis—, no seréis firmes» ( Is 7, 9). La fe de Abrahán se desarrolla, arraiga y se fortalece en una alianza interpersonal compuesta de vínculos indestructibles con su Dios. La fe implica y exige fidelidad. Una fidelidad en la que se traduce y expresa el compromiso inquebrantable de aferramos solo a Dios. La fidelidad es antes de nada la de un Dios siempre fiel a sus promesas, que no abandona jamás a los que le buscan ( Sal 9, 11): «Pactaré con ellos una alianza eterna, por la que no cesaré de seguir haciéndoles el bien, y pondré en sus corazones mi temor para que no se aparten de Mí» ( Jr 32, 40; Is 61, 8; Is 55, 3). La fe es contagiosa. Y, si no, es que se ha vuelto insulsa. La fe es como el sol: hace brillar, ilumina, irradia y da calor a todo lo que gravita a su alrededor. Gracias a la fuerza de su fe, Abrahán arrastra a toda su familia y a su descendencia a una relación personal con Dios. No cabe duda de que la fe es un acto íntimamente personal, pero también hay que profesarla y vivirla en la familia, en la Iglesia, en la comunión eclesial. Mi fe es la de la Iglesia. Por eso Dios se llama a sí mismo el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob ( Ex 3, 6), el Dios de los padres del pueblo de Israel. La fe es esencialmente una sólida relación entre Dios y su pueblo Israel. Al principio es Dios quien toma plenamente la iniciativa. Pero el hombre debe responder a esa iniciativa divina con la fe. La fe es siempre una respuesta de amor a una iniciativa de amor y de Alianza.

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