Se hace tarde y anochece
La fe se acrecienta con una intensa vida de piedad y de silencio contemplativo. Se alimenta y se consolida en un cara a cara diario con Dios y en una actitud de adoración y de contemplación silenciosa. Se confiesa en el Credo, se celebra en la liturgia, se vive en la práctica de los mandamientos. Crece gracias a una vida hacia adentro de adoración y oración. La fe se alimenta de la liturgia, de la doctrina católica y del conjunto de la tradición de la Iglesia. Sus principales fuentes son la Sagrada Escritura, los Padres de la Iglesia y el magisterio. Por arduo y difícil que sea conocer a Dios y establecer con Él una relación personal e íntima, siempre podemos verlo, escucharlo, tocarlo y contemplarlo en su palabra y en sus sacramentos. Abriéndonos sinceramente a la verdad y a la belleza de la creación, pero también gracias a nuestra capacidad de percibir el significado del bien moral, a la escucha de la voz de nuestra conciencia — porque dentro de nosotros llevamos ese deseo y esa aspiración a una vida infinita —, generamos las condiciones adecuadas para entrar en contacto con Dios: «Pregunta a la hermosura de la tierra», dice san Agustín, «pregunta a la hermosura del mar, pregunta a la hermosura del aire dilatado y difuso, pregunta a la hermosura del cielo [...]. Pregúntales. Todos te responderán: “Contempla nuestra belleza”. Su hermosura es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino la belleza inmutable?» ( Serm . 241, 2). A ojos de muchos contemporáneos nuestros, la fe fue luz suficiente para las sociedades del pasado. Pero en nuestros tiempos modernos, en la era de la ciencia y la tecnología, es una luz ilusoria que impide al hombre cultivar la audacia del saber. Es incluso un freno a su libertad y fomenta en el hombre la ignorancia y el temor. El papa Francisco ofrece una brillante respuesta a esta mentalidad contemporánea: «La característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo [...]. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la
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