Se hace tarde y anochece

oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas». Un hombre privado de la luz de la fe es igual que un huérfano; o —como hemos dicho antes— alguien que no ha llegado nunca a conocer ni a su padre ni a su madre. Para los primeros cristianos la fe, en tanto encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, era una «madre», porque los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos a dar testimonio público hasta entregar su sangre, hasta la muerte. Aun así, conviene recalcar con la insistencia que ello exige que la fe está inseparablemente ligada a la conversión. Es una ruptura con nuestra vida de pecado, con los ídolos y con todos los «becerros de oro» que cada uno nos fabricamos, para volvernos hacia el Dios vivo y verdadero, a través de un encuentro que nos derribe del caballo y nos dé un revolcón. El encuentro con Dios es a un tiempo aterrador y apaciguador. Creer significa confiarse a Dios y a su amor misericordioso: un amor que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia y muestra su poderosa capacidad de enderezar las deformaciones de nuestra historia. La fe consiste en la disposición a dejarse volver a transformar siempre por la llamada de Dios, que nos repite de continuo: «Convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto y con lamento. Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos. Convertíos al Señor, vuestro Dios, porque es clemente y compasivo» ( Jl 2, 12-13). Pero nuestra vuelta al Señor, nuestra auténtica conversión a una nueva Alianza con Él a través de una respuesta de amor, deben darse en la verdad y de un modo concreto, y no solo de forma teórica o mediante sutilezas teológicas o canónicas. No somos muy distintos del Pueblo de la Primera Alianza. El pueblo de Israel, golpeado a menudo por la mano de Dios a causa de sus adulterios y sus infidelidades, creyó poder encontrar su regreso a la gracia y su liberación mediante una penitencia sin mañana y sin raíces profundas. Los profetas manifiestan un enérgico rechazo a esta penitencia superficial, sentimental, desprovista de una auténtica ruptura con su pecado, de la renuncia sincera a su situación de pecado y a los ídolos que se han apoderado de su corazón. Solo un arrepentimiento nacido de lo más hondo del corazón puede obtener el perdón y la misericordia de Dios. La fe es también y ante todo una realidad eclesial. Es Dios quien nos da la fe a través de nuestra santa madre Iglesia. La fe de cada uno de nosotros se inserta en la de la comunidad, en el «nosotros» eclesial. «La luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. La luz de Cristo brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta visión y

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