Se hace tarde y anochece
reflejar a otros su luz, igual que en la liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas velas. La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama. Los cristianos, en su pobreza, plantan una semilla tan fecunda, que se convierte en un gran árbol que es capaz de llenar el mundo de frutos» ( Lumen fidei , n. 37). Es imposible creer solo, igual que es imposible nacer o engendrarse a uno mismo. La fe no es solamente una decisión individual que toma el creyente interiormente, ni una relación aislada entre el yo del que cree y el Tú divino, entre el sujeto autónomo y Dios. Hoy en día hay quienes desearían reducir la fe a una experiencia subjetiva y privada. No obstante, la fe acontece siempre dentro de la comunidad de la Iglesia, porque es ahí donde Dios se revela en plenitud y se deja encontrar tal y como es realmente. En su diálogo con los sacerdotes, del 10 de junio de 2010, Benedicto XVI afirma: «No existe una mayoría contra la mayoría de los santos: la verdadera mayoría son los santos en la Iglesia y debemos orientarnos hacia los santos». ¿En qué sentido adquiere hoy en día una resonancia particular esta prioridad concedida a la santidad? A algunos les gustaría que la Iglesia se transformara según el modelo de las democracias modernas, confiando el gobierno a la mayoría. Pero eso equivaldría a hacer de la Iglesia una sociedad humana, y no la familia fundada por Dios. En la historia de la Iglesia es ese «pequeño resto» el que ha salvado la fe. Unos cuantos creyentes que han permanecido fieles a Dios y a su alianza. Son la cepa que renace siempre para que el árbol no muera. Siempre subsistirá, aun estando desvalido, un pequeño rebaño, un modelo para la Iglesia y el mundo. Los santos han encontrado a Dios. Son hombres y mujeres que han encontrado lo esencial. Son la piedra angular de la humanidad. La tierra renace y se renueva gracias a los santos y a su vínculo inquebrantable con Dios y con los hombres, a quienes desean arrastrar hacia la salvación eterna. Ningún esfuerzo humano, por inteligente o desinteresado que sea, es capaz de transformar a un alma y de darle la vida de Cristo. Solo la gracia y la cruz de Jesús pueden salvar y santificar a las almas y hacer que crezca la Iglesia. Multiplicar los esfuerzos humanos, creer que los métodos y las estrategias poseen eficacia en sí mismos, supondrá siempre una pérdida de tiempo. Solo Cristo puede conceder su vida a las almas; y la da en la medida en que vive en nosotros y se ha adueñado enteramente de nosotros. Eso es lo que ocurre con los
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