Se hace tarde y anochece

santos. En toda su vida, en todas sus obras, en todos sus deseos habita Jesús. La medida del valor apostólico del apóstol reside únicamente en su santidad y en la solidez de su vida de oración. Todos los días contemplamos un volumen inaudito de trabajo, de tiempo, de esfuerzos invertidos con entusiasmo y generosidad que no obtienen resultado. Y, sin embargo, toda la historia de la Iglesia demuestra que basta un santo para transformar a millares de almas. Fijémonos, por ejemplo, en el cura de Ars. Sin hacer otra cosa que ser santo y pasar horas delante del sagrario, atrajo a multitud de personas de todas las regiones del mundo hasta una aldea desconocida. Lo único que hizo santa Teresa del Niño Jesús, que murió de tuberculosis después de pasar unos años en un Carmelo de provincias, fue ser santa y amar solamente a Dios, y aun así transformó millones de almas. El principal afán de cualquier discípulo de Jesús debe ser la santificación. La prioridad de su vida tiene que ser la oración, la contemplación silenciosa y la Eucaristía, sin las cuales todo lo demás no sería más que un ajetreo inútil. Los santos aman y viven en la verdad y su afán es guiar a los pecadores a la verdad de Cristo. No son capaces de silenciar esa verdad ni de mostrar la más mínima indulgencia hacia el pecado y el error. El amor a los pecadores y a quienes persisten en el error exige que combatamos sin piedad sus pecados y sus errores. Muchas veces los santos pasan ocultos a ojos de sus contemporáneos. ¿Cuántos santos hay en los monasterios que el mundo jamás conocerá? Me duele que tantos obispos y sacerdotes descuiden su misión fundamental, que es su propia santificación y el anuncio del Evangelio de Jesús, para dedicarse a cuestiones sociopolíticas como el medioambiente, las migraciones y los sin techo. Ocuparse de todos estos debates es un compromiso loable. Pero, si descuidan la evangelización y su propia santificación, se agitan en vano. La Iglesia no es una democracia en la que una mayoría acaba haciéndose con el control de las decisiones. La Iglesia es el pueblo de los santos. En el Antiguo Testamento un pequeño pueblo constantemente perseguido renueva una y otra vez la sagrada Alianza a través de la santidad de su existencia diaria. Los cristianos de la Iglesia primitiva se llamaban «los santos» porque toda su vida estaba impregnada de la presencia de Cristo y de la luz de su Evangelio. Eran minoritarios, pero transformaron el mundo. Cristo nunca prometió a sus fieles que serían mayoritarios. Pese a todos sus esfuerzos misioneros, la Iglesia jamás ha dominado el mundo.

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