Se hace tarde y anochece

Y es que la misión de la Iglesia es una misión de amor, y el amor no es dominante. El amor está ahí para servir y para morir, para que los hombres tengan vida, y una vida abundante. Juan Pablo II decía con toda la razón que no estamos más que en los inicios de la evangelización. La fuerza del cristiano nace de su relación con Dios. Los cristianos deben encarnar en ellos la santidad de Dios y revestirse de las armas de la luz ( Rm 13, 12), «ceñidos en la cintura con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos para proclamar el Evangelio de la paz, tomando en todo momento el escudo de la fe» ( Ef 6, 14-16). Esta armadura constituye un sólido equipamiento para la batalla de los santos: la de la oración, que es una lucha: «Os suplico, hermanos», escribe san Pablo a los romanos, «por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, que luchéis juntamente conmigo rogando a Dios por mí» ( Rm 15, 30). «Os saluda Epatras, compatriota vuestro, siervo de Cristo Jesús, y que siempre se afana por vosotros en sus oraciones, para que os mantengáis perfectos cumpliendo todo lo que Dios quiere» ( Col 4, 12). El libro del Génesis narra una escena misteriosa: el combate físico entre Jacob y Dios. Para nosotros, Jacob, que se atreve a pelear con Dios, es motivo de asombro. El combate dura toda la noche. Al principio es Jacob quien parece salir victorioso, pero en el curso de la pelea su misterioso adversario lo golpea en la articulación de la cadera y se la disloca. Jacob conservará siempre la herida de esa batalla nocturna y se convertirá desde entonces en el epónimo del pueblo de Dios: «Ya no te llamarás más Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con hombres, y has podido» ( Gn 32, 29). Sin revelarle su nombre, Dios bendice a Jacob y le asigna un nuevo nombre. Esta escena ha pasado a ser la imagen del combate espiritual y de la eficacia de la oración. En la noche, en el silencio y la soledad, luchamos con Dios en la oración. Los santos son hombres que luchan con Dios toda la noche, hasta que amanece. Esa lucha nos engrandece, nos hace alcanzar nuestra verdadera estatura de hombres y de hijos de Dios, porque «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo [...] en él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor» ( Ef 1, 3-4). Dios nos ha elegido para que le adoremos y el hombre no quiere arrodillarse. La adoración consiste en ponerse ante Dios con una actitud de humildad y de amor. No se trata de una acción puramente ritual, sino de un gesto de reconocimiento de la majestad divina que expresa una gratitud filial. No

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