Se hace tarde y anochece
deberíamos pedir nada. Vivir en el agradecimiento es algo fundamental. Según Joseph Ratzinger —después Benedicto XVI—, la crisis de la Iglesia es en esencia una crisis de fe. En un discurso dirigido a la curia el 22 de diciembre de 2011, Benedicto XVI planteaba que «el núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella [...], todas las demás reformas serán ineficaces». La «crisis de fe» a la que se refiere Joseph Ratzinger no se debe entender en primer término como un problema intelectual o teológico en el sentido académico de la palabra. Se trata de una «fe viva», una fe que impregna y transforma la vida. «Si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo», continuaba Benedicto XVI ese mismo día, «todas las demás reformas serán ineficaces». Esta pérdida del sentido de la fe es la raíz más honda de la crisis de la civilización que estamos viviendo. Hoy en día, igual que en los primeros siglos del cristianismo en los que el Imperio Romano se estaba derrumbando, todas las instituciones humanas parecen en declive. Las relaciones humanas, sean políticas, sociales, económicas o culturales, se han vuelto complicadas. La pérdida del sentido de Dios ha socavado los cimientos de toda civilización humana y abierto las puertas a la barbarie totalitaria. Benedicto XVI explicó esta idea de manera impecable durante su catequesis del 14 de noviembre de 2012: «El hombre separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la dimensión horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo pasado han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido también el horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad que, en lugar de ser liberadora, acaba vinculando al hombre a ídolos. Las tentaciones que Jesús afrontó en el desierto antes de su misión pública representan bien a esos “ídolos” que seducen al hombre cuando no va más allá de sí mismo. Si Dios pierde la centralidad, el hombre pierde su sitio justo, ya no encuentra su ubicación en la creación, en las relaciones con los demás». Me gustaría insistir en esta idea. El hecho de negar a Dios la posibilidad de irrumpir en todos los aspectos de la vida humana acaba condenando al hombre a la soledad. Entonces no es más que un individuo aislado, sin origen ni destino. Está condenado a errar por el mundo como un nómada salvaje que ignora que es hijo y heredero de un Padre que le ha creado por amor y que le llama a participar
Made with FlippingBook
RkJQdWJsaXNoZXIy NDA0OTIx