Se hace tarde y anochece

No obstante, llegado el momento de definir en términos actuales la relación de la Iglesia con el mundo contemporáneo, se constató que estaban vigentes muchos otros problemas además del recorte de las formas del pasado. Si bien es legítimo hallar nuevas formas de evangelización que el mundo moderno pueda comprender y asimilar, querer reconciliarlo con la Iglesia a toda costa resultaría ingenuo y superficial, cuando no una muestra de ceguera teológica: «También en nuestro tiempo —decía Joseph Ratzinger en diciembre de 2005 durante su discurso a la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas— la Iglesia sigue siendo un “signo de contradicción” ( Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo II, siendo aún cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que predicó en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia romana. El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio, no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas, para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso se ha presentado como “apertura al mundo”, pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas». Algunos, de hecho, basándose en la noción de encarnación, afirmaron que Dios había venido al encuentro del mundo y lo había santificado. De ahí que, en su opinión, el mundo y la Iglesia debían reconciliarse. Creyeron ingenuamente que ser cristiano se resumía en sumergirse alegremente en el mundo. Frente a este irenismo adolescente, el cardenal Ratzinger hace hincapié en que en el Nuevo Testamento la encarnación no puede entenderse si no es a la luz de la Pasión y de la resurrección. En la predicación de los apóstoles el anuncio de la resurrección, inseparable de la cruz, ocupa un lugar central. Y en ese mismo discurso afirmaba: «Pero, de todas formas, podemos decir: si para la Iglesia abrirse al mundo significa desviarse de la Cruz, ello la conduciría no a una renovación, sino a su fin. Cuando la Iglesia se vuelve hacia el mundo no puede ello significar que suprime el escándalo de la Cruz, sino únicamente que lo hace de nuevo accesible en toda su desnudez, separando los escándalos secundarios que se han introducido para esconderlo y con los que desgraciadamente la locura del egoísmo humano recubre la locura del amor de Dios, dando un falso escándalo que se refugia abusivamente detrás del escándalo del Maestro. En otros términos, la fe cristiana es un escándalo para el hombre de todos los tiempos: que el Dios eterno se preocupe de nosotros los hombres y nos conozca,

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