Se hace tarde y anochece
dignidad humana y viola las conciencias y la libertad. El islam fanático y fundamentalista promueve una religión fundada en la mera obediencia a una ley externa que no se revela a la conciencia, sino que viene impuesta por la sociedad política. Ahí es donde los cristianos dan prueba de resistencia espiritual. En muchos países de Oriente Medio son los únicos que no resisten en nombre de un partido que pretende hacerse con el poder e imponerse a los demás, sino en nombre de los derechos de una conciencia abierta a la verdad. Los mártires víctimas del islam proclaman el «poder de la impotencia» frente a la violencia. Pienso en todos esos hermanos y hermanas de Egipto, Paquistán, Siria, Irak, Nigeria y Sudán. Son el modelo para los que no vivimos bajo una persecución sangrienta. Y son también un reproche a todos nuestros compromisos con el poder de la mentira. Cuestionan nuestro cristianismo, que se ha vuelto burgués y va de compromiso en compromiso para evitarse problemas. Nos dicen con una claridad cegadora: si el cristianismo pacta con la decadencia de Occidente, es porque los cristianos no son fieles a la esencia de su fe. Sus rostros son luz para la Iglesia de nuestro tiempo. Su ejemplo es el verdadero fundamento de nuestra esperanza. Son el rostro de Cristo hoy. «Los mártires son la verdadera gloria de la Iglesia», escribía el papa Francisco el noviembre pasado a los franciscanos de Siria. No existe nada como el martirio para mostrar la forma distintiva en que el cristiano participa en la historia de la salvación de la humanidad. El horizonte de los mártires es el Reino de Dios. Son la verdadera gloria de Iglesia y son nuestra esperanza. Su testimonio es una exhortación a no perdernos en medio de la tempestad. «No pocas veces el mar de la vida nos reserva una tempestad, pero de las olas existenciales nos llega un signo inesperado de salvación: María, la Madre del Señor, asombrada, en silencio, mira al Hijo inocente crucificado que llena de sentido la vida y la salvación de los hombres», concluía Francisco.
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