Se hace tarde y anochece
que quien es inaccesible se haya hecho accesible en el hombre Jesús, que el que es inmortal haya sufrido en la cruz, que la resurrección y la vida eterna nos sean prometidas a nosotros mortales, creer esto es una pretensión irritante para el hombre moderno. El Concilio no ha podido ni ha querido suprimir este escándalo cristiano. Pero, debemos añadir, este escándalo primordial, que no puede ser suprimido sin suprimir al mismo tiempo el cristianismo, ha estado en la historia recubierto con frecuencia por el escándalo secundario de los que predicaban la fe, escándalo que no es en modo alguno esencial al cristianismo, pero que se deja voluntariamente confundir con el escándalo primordial y gusta de tomar actitudes de mártir cuando en realidad no se es víctima más que de la propia estrechez y de la propia obstinación». Insisto una vez más en este punto decisivo: Jesucristo es la única fuente de salvación y de gracia a través de la cruz. Es con la ofrenda de su muerte, venciendo al pecado, como nos concede la vida sobrenatural, la vida de amistad con Él que se consumará en la vida eterna. Para hallar en Jesucristo la vida de Dios que nos es dada no hay otro camino que la cruz, a la que la Iglesia llama spes unica , la «única esperanza»; la cruz de la que dice san Pablo: «¡Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de nuestro señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo!» ( Ga 6, 14). San Pablo es muy claro: en su predicación no quiere saber otra cosa que a Jesucristo, y «a este, crucificado» ( 1 Co 2, 2). Para que queden reparadas la desobediencia y la soberbia de Adán ha sido necesario que Jesús se humille, «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre sobre todo nombre» ( Flp 2, 8-9). Con estas palabras, fundamentales para el cristianismo, san Pablo explica que el triunfo de Dios nace de la cruz. La naturaleza humana, herida por el pecado de nuestros primeros padres que rechazaron la vida de Dios a cambio de complacerse a sí mismos, queda reparada por la cruz. Ha sido necesario que nuestra naturaleza, asumida por Cristo, se convierta en el instrumento de una inmolación, de una renuncia absoluta que pasa por la aceptación de la muerte en la obediencia del amor. Por eso la orientación de la Iglesia hacia el mundo no puede significar un alejamiento de la cruz, una renuncia al escándalo de la cruz. La Iglesia procura reformarse constantemente, es decir, eliminar de su vida todos los escándalos provocados por los hombres pecadores. Pero lo hace para poner aún más en valor el escándalo supremo e irreemplazable, el escándalo de un Dios que sale al encuentro de la cruz por amor a los hombres. ¿A quién no le entristece la avalancha de escándalos provocados por algunos hombres de Iglesia que se está
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