Se hace tarde y anochece
¡Qué manera de invertir las cosas! De la falta de templanza nace la soberbia de la desmesura. La templanza debe regir nuestra relación con las tecnologías. El poder que contienen los medios tecnológicos alimenta dentro de nosotros la tentación. Queremos ser cada vez más poderosos, estar cada vez más conectados, ser cada vez menos dependientes de nuestro cuerpo. La falta de templanza puede conducirnos a la actitud satánica de rechazar cualquier límite. En la encíclica Laudato sí’ el papa Francisco afirma que «el hombre que posee la técnica sabe que, en el fondo, esta no se dirige ni a la utilidad ni al bienestar, sino al dominio; el dominio en el sentido más extremo de la palabra» (§ 108). En lugar de tender la mano a la naturaleza para acogerla plegándonos a las posibilidades que nos ofrece, queremos poseerla, manipularla y someterla. Nos domina la inquietud de los que desean cada vez más y se entristecen por no tener suficiente. Esta constatación se puede aplicar tanto a los individuos como a las naciones. La tristeza y la inquietud son los frutos envenenados de la falta de templanza. Yo, por mi parte, animo a una autolimitación gozosa. En 1993, en su Discurso de Liechtenstein , Alexander Solzhenitsyn decía: «Ya es hora de poner límites a nuestros deseos. Es difícil llegar solo al sacrificio y a la renuncia porque, tanto en nuestra vida privada como en la pública y en política, hace tiempo que tiramos la llave dorada de la moderación al fondo del océano. Pero la autolimitación es la acción primordial y más sabia para todo hombre que accedió a la libertad [...]. Limitarnos a nosotros mismos es la única vía para la preservación de todos. Esto nos ayudará a recobrar la conciencia de lo Divino que está allí, arriba de nosotros, así como a recobrar un sentimiento perdido: la humildad ante Él». Esta reflexión es muy significativa. Lo que en último término nos jugamos con la templanza es la capacidad de adoración. El exceso de consumo anestesia la vida contemplativa y proporciona una ilusión de poder. La sociedad de consumo embriaga: rebela al hombre contra Dios. El hombre occidental, como un borracho que pierde el equilibrio por haber bebido demasiado, desafía a Dios y se niega a adorarle. Se cree todopoderoso cuando en realidad nunca ha sido tan débil. La falta de templanza y el consumo destruyen la amistad entre los hombres y disuelven los vínculos que unen a las naciones. «Si no aprendemos a limitar rigurosamente nuestros deseos y nuestras exigencias, a subordinar nuestros intereses a los criterios morales, la Humanidad entera se desgarrará entre sí, ya
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