Se hace tarde y anochece

que los peores aspectos de la naturaleza humana enseñarán los dientes [...]. Si una personalidad no se orienta hacia valores más elevados que la sola preocupación por sí misma, inevitablemente triunfan la corrupción y la decadencia», decía también Alexander Solzhenitsyn en el texto que hemos citado antes. Es difícil escapar a esta lógica. La sociedad de consumo es un sistema al que todos los hombres parecen estar encadenados. Creo que hay que tener el valor de plantearse actos proféticos. Es tarea de los cristianos de nuestro tiempo ser originales, aunque eso implique cierta marginación. En su Informe sobre la fe escribía el cardenal Ratzinger: «Es hora de que el cristiano descubra de nuevo la conciencia responsable de pertenecer a una minoría y de estar con frecuencia en contradicción con lo que es obvio, lógico y natural para aquello que el Nuevo Testamento llama —y no ciertamente en sentido positivo— “el espíritu del mundo”. Es tiempo de encontrar de nuevo el coraje del anticonformismo, la capacidad de oponerse, de denunciar muchas de las tendencias de la cultura actual, renunciando a cierta eufórica solidaridad posconciliar». La templanza es fuente de alegría y de bondad. Los cristianos deben inventar nuevas formas de trabajo y de consumo. También en este aspecto son disidentes infiltrados en un mundo consumista. Habla usted de oponerse al mundo. ¿No es precisamente ahí donde interviene la virtud de la fortaleza? Así es. La virtud de la fortaleza nos permite enfrentarnos a los peligros físicos y espirituales. Muchas veces, apelando a un deseo de mansedumbre y bondad, se ha extinguido la verdadera fortaleza cristiana. ¡Y Jesús nos ha dicho que somos la sal de la tierra, no el azúcar del mundo! ¡Bienaventurados los mansos! ¡Malditos los blandos y los tibios! Los cristianos tienen que volver a hacer suya la espléndida virtud de la fortaleza que tan bien armoniza con la mansedumbre. Han de saber que siempre serán signo de contradicción para el mundo. El Señor no nos pide no tener enemigos, sino amarlos. La fortaleza cristiana tiene que infundir en nosotros el coraje para enfrentarnos sin miedo a las sonrisas desdeñosas de los bienpensantes, de los medios y de las supuestas élites. Debemos recuperar la audacia de hacer frente a la inquisición secularista que expide certificados de buena conducta y

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