Se hace tarde y anochece
estigmatiza desde lo alto de la autoridad que se ha conferido a sí misma. ¡Nuestra referencia no pertenece a este mundo! ¡No nos importan los aplausos de la sociedad, porque nuestra ciudad está en el cielo! Esa fortaleza no es radicalidad, violencia o rigidez. Es la certeza confiada y gozosa que llevaba a san Pablo a exclamar: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» ( Rm 8, 31). Nuestra fortaleza se fundamenta en la fe en Dios. No nos da miedo desafiar al mundo porque no lo hacemos en nombre de un poder temporal. Nuestra fortaleza no se apoya en el dinero, en la poderosa presión de los medios, ni en la influencia y el poder militares. Nuestra fortaleza es la de Jesús. En enero de 2013, unas semanas antes de su renuncia, un Benedicto XVI exhausto decía con voz débil: «Dios parece débil, si pensamos en Jesucristo que ora, que se deja matar. Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, demuestra que este es el verdadero modo de ser poderoso. ¡Este es el poder de Dios! ¡Y este poder vencerá!». El auténtico y único poder de Dios es el poder del amor que muere en la cruz para nuestra salvación. La fortaleza cristiana es la de los mártires que sonríen a sus verdugos. Hace poco me contaban la historia de un tuareg de quince años que se disponía a matar a un muchacho cristiano maliense de su misma edad. Cogió un arma y, cuando se acercó a la víctima que había escogido, el muchacho maliense le sonrió y le dijo: «Antes de que me mates, solo quiero decirte que tengo un mensaje para ti: Jesús te ama». Y el tuareg huyó, aterrorizado por la fuerza de la verdad. Se convirtió, fue maltratado y sufrió torturas. Tuvo que dejar su país y a su familia. El violento se hizo fuerte, con la fortaleza de Cristo. En octubre de 2011 Benedicto XVI nos decía en una homilía: «Para quien quiere ser discípulo del Señor, su enviado, esto tiene como consecuencia el estar preparado también a la pasión y al martirio, a perder la propia vida por Él [...]. Debemos estar dispuestos a pagar en persona, a sufrir en primera persona la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del conquistador la que construye la paz, sino la espada de quien sufre, de quien sabe donar la propia vida». En este mundo el martirio no es algo circunscrito a los países musulmanes. Hoy hace falta mucha fortaleza para ser padre o madre de familia. Hace falta mucha magnanimidad —esa virtud que nos mueve a hacer cosas grandes— para lanzarse a la aventura de una familia cristiana. Me gustaría decir a todos los padres cristianos que son la gloria de la Iglesia del siglo XXI: a veces vuestro testimonio es el martirio diario. Os veis obligados a afrontar el desprecio del
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