Se hace tarde y anochece

nuestro nacimiento nos hace pertenecer a una comunidad de herencia y de destino, sin llegar a caer en la idolatría de la nación. Una identidad asumida es garantía de la vida fraternal entre los pueblos. También los migrantes deben asumir ese sentimiento de pertenencia a una comunidad de herencia y de destino cuando se instalan definitivamente en el país de acogida. Entonces su identidad se amplía, se modifica. Se convierten en herederos por adopción. Asumen todos los deberes de los hijos concretados en honrar y amar a la patria que los ha adoptado. Cuando separamos a las personas de su herencia negándoles ese sentimiento de pertenencia, las transformamos en huérfanas culturales: las debilitamos, las desarraigamos, las entregamos a la barbarie. Ser un bárbaro significa vivir sin vínculos con una herencia, sea histórica, cultural o nacional. Me impresiona ver en el Evangelio cómo ama Jesús a su pueblo y se estremece de compasión ante el dolor de los hombres. Ama tanto a su patria que llora por Jerusalén. Mantiene una intensa relación con la ciudad que encarna el destino y la historia de su pueblo. Sin ese sentimiento vital de pertenencia nos sentimos solos, perdidos y abandonados. La piedad filial es una manifestación de la justicia cristiana que solemos olvidar a pesar de su importancia. El sentimiento de pertenencia filial, fundamento de cualquier civilización, hoy reviste aún mayor importancia porque vivimos en una época en que las relaciones entre los pueblos o entre las personas se reducen a unas relaciones de competencia económica. Sí, vivimos sometidos a una ideología que afirma que una economía dejada a su propio arbitrio es capaz de sustituir a la justicia a la hora de regular las relaciones humanas. El liberalismo de mercado comparte este postulado con el marxismo. Los dos quieren reducir a los hombres a productores y consumidores. Los dos rechazan cualquier idea de justicia que no sea estrictamente el resultado de una estructura económica. Son dos ideologías totalitarias. El proyecto basado en separar la regulación del mercado de la virtud de la justicia equivale a entregar al hombre a la maquinaria rapaz de la competencia y el beneficio globalizado. En una catequesis de septiembre de 2001 Juan Pablo II afirmaba: «Como obispos estamos llamados a ser [...] servidores de la Palabra revelada, que, cuando es preciso, elevan la voz en defensa de los últimos, denunciando los abusos de aquellos que Amós llama “descuidados” y “disolutos”. Ser profetas que ponen en evidencia con valentía los pecados sociales vinculados al consumismo, al hedonismo, a una economía que produce una inaceptable brecha entre lujo y miseria, entre unos pocos “epulones” e innumerables “lázaros” condenados a la miseria». Para que estas palabras sean creíbles, es necesario que

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