Se hace tarde y anochece
produciendo hoy? No solamente hieren el corazón de los niños, sino —lo que es aún más grave— cubren con un velo negro la cruz gloriosa de Cristo. El pecado de los cristianos impide que nuestros contemporáneos se encuentren cara a cara con la cruz. ¡Sí, hace falta una auténtica reforma en la Iglesia, que debe poner la cruz en el centro! No se trata de hacer que la Iglesia sea aceptable según los criterios del mundo. Se trata de purificarla para que ofrezca al mundo la cruz en toda su desnudez. ¿Existe, a su modo de ver, una relación entre la pérdida del sentido de Dios y la pérdida del sentido de la adoración y del absoluto divino? La pérdida del sentido de Dios constituye la matriz de todas las crisis. La adoración es un acto de amor, de respetuosa reverencia, de abandono filial y de humildad ante la estremecedora majestad y santidad de Dios. Como Isaías, el hombre se halla delante de esa grandiosa Presencia, frente a la cual los serafines claman entre sí: «¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos! ¡Llena está toda la tierra de su gloria!» ( Is 6, 3). Y nosotros exclamamos con el profeta: «¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros [...] y mis ojos han visto al Rey, al Señor de los ejércitos!» ( Is 6, 5). Isaías se arrodilla ante Dios y se postra para adorarle y pedirle que lo purifique de su pecado. En efecto: ¿cómo podemos postrarnos y adorar si estamos llenos de pecados? ¿Cómo podemos presentarnos ante la santidad de Dios si nos aferramos a nuestro pecado? La adoración es el principal gesto de la nobleza del hombre. Es un reconocimiento de la bondadosa cercanía de Dios y la expresión humana de la asombrosa intimidad del hombre con Él. El hombre permanece postrado, literalmente aplastado por el inmenso amor que Dios le tiene. Adorar es dejarse abrasar por el amor divino. Estamos siempre de rodillas ante el amor. Solo el Padre puede mostrarnos la manera de adorar y de presentarnos ante el amor. Así se entiende que la liturgia sea un acto humano inspirado por Dios mediante el cual respondemos a quien nos ama y tan bondadosamente se acerca a nosotros. Pero nos faltan adoradores. Para que el pueblo de Dios adore, es preciso que los sacerdotes y los obispos sean los primeros adoradores. Ellos están llamados a permanecer constantemente delante de Dios. Su existencia se halla destinada a convertirse en una oración incesante y perseverante, en una liturgia permanente. Son la cabeza de cordada. La adoración es un acto personal, un cara a cara con
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