Se hace tarde y anochece

Me gustaría subrayar el dinamismo de la virtud de la esperanza, que nos lleva a desear la vida eterna como nuestra suprema felicidad. Es allí, en el cielo, en el paraíso, en Dios, en el corazón mismo de la Trinidad donde está anclada nuestra esperanza. No deseamos un reino terrenal. Sabemos muy bien que este mundo pasará y que el Reino de Dios nunca se instaurará en la tierra. En este sentido, me parece que nosotros, los sacerdotes y los obispos, no predicamos lo suficiente sobre el objeto de nuestra esperanza, que es el cielo. Antes sí se hablaba de las postrimerías. En ningún retiro faltaba una meditación sobre este tema. A veces da la impresión de que la esperanza cristiana se ha secularizado. Como afirma Juan Pablo II en su carta encíclica Redemptoris missio , «la tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una “gradual secularización de la salvación”, debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina» (n. 11). Únicamente esperamos un mundo mejor, más solidario, más ecológico, más abierto, más justo. Eso no basta para alimentar una esperanza teologal. ¡El objeto de nuestro deseo es Dios! ¡Nuestro corazón es demasiado grande para este mundo limitado! Debemos hacer nuestro el clamor de san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» ( Conf . 1, 1). Sí, en el mundo creado nos sentimos encerrados. ¡Solo Dios es capaz de saciar nuestra sed de felicidad! Si nuestros contemporáneos desertan de las iglesias, es porque muchas veces llegan a ellas con el deseo de Dios y pretendemos satisfacerlos con buenos sentimientos humanos, ¡demasiado humanos! ¡No vivamos por debajo de nuestra categoría! Somos hijos de Dios y, por lo tanto, herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque padecemos con Él para ser también glorificados con Él y participar de su felicidad eterna (cfr. Rm 8, 17). Como dicen los Padres orientales, estamos llamados a ser plenamente divinizados. ¡Eso es el cielo! Quizá sea el miedo a hablar del infierno lo que nos hace tan pusilánimes a la hora de predicar nuestra vocación divina a la santidad. Solo podemos dejarnos divinizar por el Espíritu Santo si lo aceptamos libremente. El hombre que rechaza ese don se aparta definitivamente de Dios. El infierno es esa separación hecha realidad. Con nuestro deseo de borrar la trágica sombra que conllevan la grandeza y la radicalidad de nuestra libertad, hemos apartado al hombre de su

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