Se hace tarde y anochece
llamada a la eternidad divina, a la bienaventuranza divina y al propio Dios. La esperanza cristiana, en cambio, sostiene nuestro deseo de Dios. Dilata el corazón y nos protege del desgaste del desaliento. Creo que la fuente más honda de la esperanza se encuentra en la Eucaristía. Cada vez que comulgamos se hace realidad temporalmente lo que en el cielo será pleno y definitivo. En la comunión saboreo a Dios y Él me diviniza. Por eso la liturgia es fuente de gozo y de juventud. A Alcuino, un monje consejero de Carlomagno, se le atribuyen estas hermosas palabras: «La liturgia es el gozo de Dios». Sí, la liturgia nos sumerge en la vida misma de Dios. Es un anticipo del cielo. ¡Cuántas veces me he conmovido observando los rostros de esos monjes ancianos que celebran misa, totalmente iluminados por una juventud renovada, totalmente radiantes de santidad y prácticamente envueltos en la luminaria del cielo! En sus rasgos envejecidos se refleja un niño. Lo mismo se puede decir del rostro del papa emérito Benedicto XVI cuando celebraba ante el altar. ¡Cuánta gracia, cuánta delicadeza y cuánta dicha interior! Daba la impresión de estar viendo el rostro de un anciano canoso cuyos rasgos contenían la inocencia, el candor y la frescura de un niño. En El espíritu de la liturgia escribía Romano Guardini: «La liturgia asegura la libertad de movimientos del alma y, en cuanto tal, constituye la oposición más evidente a la barbarie». La liturgia es una cura de esperanza. Reaviva nuestro deseo de Dios y, al mismo tiempo, lo satisface ya. Entiendo por qué Benedicto XVI afirmaba que una verdadera renovación de la liturgia es la condición fundamental de la renovación de la Iglesia. La liturgia mide la radicalidad, la vehemencia de nuestro deseo de Dios y del cielo. Sin ese deseo, el motor de la vida cristiana languidece y se apaga. El contacto con los santos es otro de los espacios donde renovamos nuestra esperanza. He tenido ocasión de conocer a algunos santos, ancianos y jóvenes, enfermos y sanos, conocidos y desconocidos. De la Casa dell’Alegria de las hermanas misioneras de la Caridad de la madre Teresa de Calcuta todavía conservo el recuerdo del rostro radiante de pureza, de esplendor divino y de alegría de la hermana Mary Frederick, que acababa de celebrar sus ciento dos años de vida. O el del hermano Vincent de la Resurrección, un joven canónigo de la abadía de Lagrasse que murió muy enfermo. Vuelvo a ver los rostros de tantos padres y madres de familia, los de sacerdotes que se han dejado la piel trabajando discretamente. En sus miradas había siempre una luz de esperanza, esa juventud del deseo de Dios, como una presencia anticipada del cielo. En Juana, relapsa y santa escribía Georges Bernanos: «Nuestra Iglesia es la Iglesia
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