Se hace tarde y anochece

de los santos. ¿Qué obispo no entregaría su anillo, su mitra, su crucifijo; qué cardenal no entregaría su púrpura; qué pontífice no entregaría su sotana blanca a cambio de ser santo? ¿Quién no querría tener la fuerza para correr esta aventura admirable? Porque la santidad es una aventura: es, de hecho, la única aventura. Quien lo ha comprendido ha penetrado en la entraña de la fe católica, ha sentido su carne mortal estremecida por otro terror que no es el de la muerte, por una esperanza sobrehumana». La esperanza ha de ser la virtud que nos hace sonreír como niños cuando estamos solos contra todos. Me dirijo a vosotros, los desesperanzados: a los enfermos abandonados en los hospitales; a los huérfanos de la guerra arrancados de los brazos de una madre; a los olvidados del mundo moderno; a los que habéis dejado de ver la aurora al final de la noche. Me atrevo a invitaros a poner vuestra esperanza en Dios. Spes non confundit: ¡la esperanza no defrauda! Me dirijo particularmente a vosotros, mis hermanos sacerdotes, desesperanzados y hundidos bajo el peso de vuestra misión sin ver los resultados de vuestros esfuerzos, para repetiros las hermosas palabras que Georges Bernanos pronunció durante una conferencia en 1945: «Quien no ha contemplado el camino flanqueado por dos filas de árboles bajo un amanecer nuevo y lleno de vida, no sabe lo que es la esperanza. La esperanza es una heroica determinación del alma y su manifestación suprema es la desesperanza superada. Creemos que es fácil esperar. Pero solo esperan los que tienen el valor de perder la esperanza en las ilusiones y las mentiras que les proporcionaban una seguridad que confundían con la esperanza. La esperanza es un riesgo que hay que correr: es el riesgo de los riesgos. La esperanza es la mayor y más ardua victoria que el hombre puede imponer a su alma [...]. Solo se llega a la esperanza a través de la verdad y a costa de muchos esfuerzos. Para encontrar la esperanza hay que ir más allá de la desesperanza. Cuando llegamos al final de la noche nos encontramos con un nuevo amanecer. El demonio de nuestro corazón se llama “¿de qué sirve...?”. El infierno es haber dejado de amar». Escuchándole a usted me vienen a la cabeza estas palabras de G. K. Chesterton: «No podría renunciar a la fe sin caer en algo más hondo que la fe. No podría dejar de ser católico a no ser que me convirtiera en algo más estricto que un católico [...]. Hemos cambiado los humedales y los terrenos agostados por el pozo más profundo. La verdad está en el fondo». La fe amplía nuestra mirada, nos permite observarlo todo con la misma mirada de Dios, con los ojos de Dios. La fe nos hace entrar en el misterio. En

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