Se hace tarde y anochece
contra de lo que sostiene una visión bastante necia, la fe dilata la inteligencia. La fe no encierra, no nos prohíbe reflexionar, sino que hace más honda nuestra visión del mundo y de los hombres. Nos ayuda a penetrar en el fondo de las cosas, en su misteriosa realidad, en el secreto de su ser más íntimo. Nos permite ver lo que por lo general permanece a oscuras. Sin la fe nos queda vedada una parte de la realidad. La fe nos abre una puerta a lo más hondo de lo real. Gracias a la fe, el universo se nos presenta en toda su amplitud: por retomar las palabras de san Máximo el Confesor, «como una iglesia cósmica cuya nave sería el universo sensible y el coro, el universo espiritual». El hecho de creer va más allá de la convicción intelectual. El acto de fe es una participación real en el propio conocimiento de Dios, en su mirada sobre todas las cosas. Recuerdo una página espléndida de un libro del novelista rumano Virgil Gheorghiu titulado De la hora veinticinco a la hora eterna en la que se recoge la experiencia de un niño que posa una mirada de fe sobre el mundo y los hombres: «Era domingo. Después de la liturgia divina. Veía salir a la gente de la iglesia del pueblo [...]. Ahí estaba el pueblo entero. Porque el domingo nunca falta nadie a la liturgia divina [...]. Todo el mundo parecía transfigurado, despojado de cualquier preocupación terrenal, santificado. Y más que santificado: deificado [...]. Sabía por qué eran tan hermosos todos los rostros y por qué brillaban todas las miradas. Porque las mujeres feas eran hermosas. En las mejillas y las frentes de los dos leñadores brillaban unas luces semejantes a las aureolas de los santos. Los niños parecían ángeles. Al salir de la liturgia divina, todos los hombres y todas las mujeres de nuestro pueblo eran teóforos, es decir, Portadores de Dios [...]. Nunca he visto pieles ni carnes más hermosas que las del rostro de los téoforos, de los que llevan en ellos la luz deslumbrante de Dios. Su carne estaba deificada, sin peso y sin volumen, transfigurada por la luz del Espíritu divino». La fe nos conduce a la experiencia real de la transfiguración. Naturalmente, esta experiencia se vive todos los días en medio de una oscuridad muchas veces árida. Pero saboreamos por adelantado lo que en la eternidad veremos con la misma mirada de Dios. Tenemos que vivir a la altura de nuestra vocación cristiana. Recordemos siempre las palabras del papa san León: «¡Reconoce, cristiano, tu dignidad!». Yo añadiría: no te prives del tesoro de la fe. Cristo ha venido a abrirnos a una sabiduría plena, ¿y nosotros preferimos volver a las tinieblas? Es como si algunos cristianos quisieran privarse de esa luz. Se limitan a contemplar el mundo con una mirada secularizada. ¿Por qué? ¿Por qué quieren la aceptación
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