Se hace tarde y anochece
del mundo? ¿Por qué quieren ser como todo el mundo? Me pregunto si, en el fondo, esa actitud no se limita a enmascarar el miedo que nos lleva a negarnos a escuchar lo que nos dice el mismo Jesús: «Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo». ¡Qué gran responsabilidad! ¡Qué gran deber! Renunciar a ser la sal de la tierra es condenar al mundo a ser soso e insípido; renunciar a ser la luz del mundo es condenarlo a la oscuridad. No podemos desentendernos. Hay incluso pastores que, con el deseo de «salir al encuentro del mundo», prescinden deliberadamente de esa mirada de fe para adquirir una mirada profana. ¡Qué degradación! Si hacemos nuestras las categorías nacidas en un contexto ateo, optamos por la ceguera y la estrechez de miras. ¡Liberémonos de ese complejo! Volvámonos hacia el mundo, pero para llevarle la única luz que no engaña: «Si para la Iglesia abrirse al mundo significa desviarse de la Cruz, ello la conduciría no a una renovación, sino a su fin. Cuando la Iglesia se vuelve hacia el mundo, no puede ello significar que suprime el escándalo de la Cruz, sino únicamente que lo hace de nuevo accesible en toda su desnudez», advertía Benedicto XVI el 28 de junio de 2010. En muchos cristianos existe cierta repugnancia a dar testimonio de la fe o a llevar la luz al mundo. Nuestra fe se ha vuelto tibia, como un recuerdo que se va difuminando lentamente. Hasta convertirse en una niebla lechosa. Entonces ya no nos atrevemos a afirmar que esa fe es la única luz del mundo. Y lo que tenemos que afirmar es lo mismo que el cardenal Ratzinger en su obra Fe, verdad y tolerancia: «La fe cristiana no es producto de nuestras experiencias internas, sino un acontecimiento que llega hasta nosotros desde fuera. La fe se basa en que algo (o alguien) nos sale al encuentro, algo a lo que no llega por sí misma nuestra capacidad de experiencia [...]. Claro está que lo que allí nos toca produce en nosotros experiencia, pero es experiencia como fruto de un suceso, no de un profundizar en lo propio. Esto es lo que significa precisamente el concepto de revelación: lo no-propio, lo que no acontece en lo propio llega hasta mí y me arranca de mí mismo, me eleva sobre mí, crea lo nuevo». ¿Cómo vamos a llevar al mundo una experiencia puramente personal, una luz incomunicable? No tenemos que dar testimonio de nosotros mismos, sino de Dios, que ha salido a nuestro encuentro y se nos ha revelado. Dios se ha mostrado: nos ha mostrado su rostro en Jesús. Ha muerto para salvarnos y ofrecernos su felicidad: «En la revelación de Dios, Él, el Viviente y Verdadero, irrumpe en nuestro mundo y abre también la cárcel de nuestras teorías», decía el cardenal Ratzinger en Guadalajara en 1996. La fe es al mismo tiempo un acto íntimo, personal, interior, y una adhesión a
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