Se hace tarde y anochece

vivimos, el Misterio que debe realizarse en nosotros», dice el padre Henri de Lubac en Paradojas . Animo públicamente a los cristianos a amar los dogmas y los artículos de fe, a venerarlos. Amemos nuestro catecismo. Si lo aceptamos no solo con los labios, sino con el corazón, las fórmulas de la fe nos llevarán a entrar en verdadera comunión con Dios. Es hora de arrancar a los cristianos del relativismo ambiente que anestesia los corazones y adormece el amor. Henri de Lubac proseguía así: «¿Si el hereje ya no nos causa hoy horror, como se lo causaba a nuestros antepasados, es porque tenemos más caridad en el corazón? ¿O no será quizá porque, a menudo y sin que nos atrevamos a decírnoslo, el objeto en litigio, a saber, la sustancia misma de nuestra fe, no nos interesa ya? [...]. Entonces, consiguientemente, la herejía ya no nos llama la atención. O al menos no nos angustia ni la consideramos como la que intenta arrancar el alma de nuestra alma [...]. Desgraciadamente, no siempre la caridad ha crecido y se ha tornado más pura. A menudo es la fe la que ha disminuido, así como el gusto por las cosas eternas». Es hora de que la fe se convierta en el tesoro más íntimo y más valioso de los cristianos. Pensemos en todos los mártires que murieron por la pureza de la fe durante la crisis arriana: ¡cuántos obispos, sacerdotes, monjes y simples fieles sufrieron la tortura y la muerte por confesar que el Hijo no es únicamente semejante al Padre, sino de una sola naturaleza con Él! Lo que está en juego es nuestra relación con Dios, y no determinadas disputas teológicas. La medida de la tibieza que se ha instalado entre nosotros es nuestra apatía frente a las desviaciones doctrinales. No son raros los casos en los que las universidades católicas y publicaciones oficialmente cristianas enseñan graves errores. ¡Nadie reacciona! Los obispos nos conformamos con puntualizaciones prudentes y timoratas. Cuidado: algún día los fieles nos pedirán cuentas. Nos acusarán ante Dios de haberlos entregado a los lobos, de haber traicionado nuestro deber de pastores de defender al rebaño. ¡Y con esto no estoy exhortando a reinstaurar la Inquisición! Mi grito es un grito de amor. Nuestra fe condiciona nuestro amor a Dios. Defender la fe es defender a los más débiles, los más sencillos, y permitirles amar a Dios de verdad. Queridos hermanos obispos, sacerdotes y todos los bautizados: nos tiene que abrasar nuestro amor a la fe. No debemos empañarla ni diluirla con compromisos mundanos. No debemos falsificarla ni corromperla. ¡Nos jugamos la salvación de las almas: las nuestras y las de nuestros hermanos! «El día que tú no ardas de amor, otros morirán de frío», escribió François Mauriac. El día que no ardamos de amor a nuestra fe, el mundo morirá de frío, privado de su bien

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