Se hace tarde y anochece
Dios que tenemos que aprender. Recordemos a Moisés, que enseñó al pueblo judío a convertirse en un pueblo de adoradores, a permanecer filialmente ante Dios. Y es Dios mismo quien nombra sacerdote a Aarón, que ejercerá el sacerdocio de Dios entre sus hijos. Los hebreos saben que deben conservar el recuerdo de la salida de Egipto en la celebración pascual: el grandioso acto de amor de Dios con Israel, su Pueblo. Si se centran en sí mismos y en sus actividades, si se afanan por los resultados humanos de su ministerio, no es de extrañar que los obispos y los sacerdotes descuiden la adoración. No encuentran tiempo para Dios porque han perdido el sentido de Dios. Dios ya no ocupa demasiado espacio en su vida. No obstante, la primacía de Dios debería constituir el centro de nuestras vidas, nuestras obras y nuestros pensamientos. Si el hombre se olvida de Dios, acaba magnificándose a sí mismo. Entonces se convierte en su propio dios y se sitúa en abierta oposición a Dios. Actúa como si el mundo fuera su dominio particular y exclusivo. Dios ya no tiene nada que ver con la creación, transformada en una propiedad humana de la que hay que obtener beneficios. Con la excusa de «conservar la pureza» de lo sobrenatural, prohibimos a Dios entrar en nuestras vidas; negamos la encarnación. Negamos que Dios se manifiesta a través de las Escrituras y pretendemos purificarlas de todos los mitos que supuestamente contienen. Con la excusa de mantener su trascendencia, negamos la posibilidad de hablar de Dios por medio de la teología. Negamos la piedad, la religiosidad, lo sagrado, so pretexto de no introducir elementos humanos en nuestra relación con Dios. En El espíritu de la liturgia , el cardenal Ratzinger escribía: «Nuestra forma actual de sensibilidad religiosa, que ya no percibe por medio de los sentidos la presencia del Espíritu, conduce casi inevitablemente a una teología puramente “negativa” (apofática), en la que se relativiza la validez de cualquier imagen, de cualquier discurso humano acerca de Dios. Lo que pretende ser humildad en realidad enmascara un orgullo que no deja ningún espacio a la palabra de Dios y le niega toda posibilidad de entrar realmente en el mundo». A fuerza de querer «conservar la pureza» de lo sobrenatural, lo aislamos de la naturaleza y el mundo se organiza sin Dios, de un modo profano. En Las causes internes de l’atténuation et de la disparition du sens du sacré , Henri de Lubac comenta que «el dualismo al que nos hemos dejado arrastrar en exceso en el pasado reciente ha hecho que los hombres, cogiéndonos la palabra, descarten todo lo sobrenatural; es decir, en la práctica, todo lo sagrado [...]. Han relegado ese sobrenatural a algún rincón alejado donde no podía sino
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