Se hace tarde y anochece
ama, en el amor que se manifiesta en el sacrificio de la misa. Cuando los cristianos oyen la palabra caridad, piensan en dar algo de dinero a los pobres o a una organización caritativa. Pero es mucho más que eso. La caridad es la sangre que riega el corazón de Jesús. La caridad es esa sangre que ha de regar nuestra alma. La caridad es el amor que se entrega hasta la muerte. El amor nos hace abrazar a Dios, nos hace entrar en su comunión trinitaria, en la que todo es amor. La caridad manifiesta la presencia de Dios en el alma. San Agustín lo dice claramente: «Ves a la Trinidad si ves el amor, porque Dios es amor». La caridad es el don de Dios y es Dios mismo. Nos arrastra cada vez más lejos hacia la unión con Dios. El amor nunca llega a su fin ni está completo. Crece incesantemente para convertirse en comunión de voluntad con Dios. Por medio de la caridad, la voluntad de Dios se nos va haciendo poco a poco menos extraña y se convierte «en mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría», decía Benedicto XVI en Deus caritas est . En la entraña de nuestra religión se encuentra ese descubrimiento de la caridad que dota a los santos de un rostro tan desconcertante. El santo es aquel que, fascinado por la belleza de Dios, renuncia a todo, incluso a sí mismo, y entra en el gran movimiento de retorno al Padre iniciado por Cristo. A eso estamos llamados todos. Querría repetírselo a los cristianos: estamos llamados a renunciar a todo, incluso a nosotros mismos, por amor a Dios. Y los religiosos nos enseñan el camino. Los monjes y las monjas lo dejan todo, renuncian a ellos mismos. Ponen todos los medios de un modo concreto. No creamos que su vocación no tiene nada que ver con nosotros. Todos hemos de vivir una renuncia radical, cada uno en nuestro estado de vida. Todos hemos de experimentar que basta con el amor de Dios. Pero ¿la caridad no tiene que ver también con el prójimo? Por supuesto: amamos con el mismo amor a Dios y a aquellos a quienes Él ama, nuestros hermanos. La comunión con Dios me arrastra fuera de mí mismo para llevarme hacia Él y hacia mis hermanos. «La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo solo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán», dice Benedicto XVI en Deus caritas est . Me gustaría insistir en este punto. La caridad cristiana me lleva a amar a mis hermanos por Dios y en Dios. Cuando la madre Teresa sujetaba la mano de un moribundo, amaba al Cristo que agonizaba en él. Ese es el ejemplo que nos han
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