Se hace tarde y anochece

dejado la madre Teresa y la comunidad de religiosas que sigue sus huellas. La primera condición que la madre ponía para empezar alguna labor era la presencia de un sagrario. Sin la presencia del amor de Dios que se entrega, no se podría llevar a cabo ese apostolado, no se podría vivir con tanta renuncia. Solo injertándose en ese abandono en Dios, en esa aventura de Dios, en esa humildad de Dios, eran capaces ella y sus hermanas de ese grandioso acto de amor, de esa apertura a todos. Querría dirigirme a todos los cristianos: ¿bebe vuestra caridad de la fuente del sagrario? Las horas que pasamos adorando al Santísimo Sacramento tienen que llevarnos a los más pobres, a los que más desconocen a Dios, a los que más sufren: si no, serán estériles. Hay una imperiosa necesidad de que nos preguntemos cuánto tiempo pasamos delante de Jesús-Eucaristía presente en el sagrario. Una parroquia en la que no exista la adoración al Santísimo es una parroquia muerta o enferma. La presencia humilde y silenciosa de Jesús en medio de nosotros invita a una presencia nuestra humilde y silenciosa. Hasta a quienes viven en clausura la adoración los lleva a vivir una compasión espiritual por las almas que están en el mundo. También quienes se dedican a la vida activa, todos los que ocupan la primera línea de la misión, de la lucha contra la miseria o del alivio del sufrimiento, deben hacerse esta pregunta: ¿la raíz de su compromiso es el deseo de acción? Si es así, sus obras serán estériles y dañinas. Si está presente en ellos la adoración, si está presente en ellos el conocimiento amoroso del Corazón de Jesús, entonces serán para el mundo como la mano de Jesús que acude a aliviar el sufrimiento. Ahora me gustaría dirigirme a mis hermanos sacerdotes. Hace poco el papa Francisco nos recordaba que la caridad ocupa el centro de la vida de la Iglesia, que es su corazón. ¿Podemos hacer nuestras estas palabras del Pastor Supremo? ¿Vivimos del mismo amor con que nos ha amado Cristo? Él ha dejado la gloria del cielo para venir a cargarnos sobre sus espaldas: a nosotros, la humanidad perdida. No olvidemos las espléndidas palabras pronunciadas por Benedicto XVI al inicio de su pontificado, en la plaza de San Pedro, en abril de 2005: «El pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados [...]. No es el poder lo que redime, sino el amor. Este es el distintivo de Dios: Él mismo es amor [...]. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres [...]. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir».

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