Se hace tarde y anochece

Queridos sacerdotes, hermanos míos, ¿amamos con ese amor que crucifica? Monseñor Raymond-Marie Tchidimbo, mi predecesor en la sede episcopal de Conakry, que fue arrestado el 24 de diciembre de 1970, encarcelado y torturado bajo la dictadura de Seku Turé, escribió estas palabras tras ser liberado: «En la cárcel es donde he entendido mejor por qué el pueblo de Dios ha querido descubrir en la vida del sacerdote la Pasión de Cristo, tal y como la describe el apóstol Pablo en su vigorosa carta a los gálatas. Y he entendido mejor por qué ese mismo pueblo de Dios deseaba y desea descubrir en el sacerdote —no como “un añadido”, sino como parte integral de su ser sacerdotal, con esa sed de absoluto sintetizada en la Cruz— todas las cualidades tan valoradas en las relaciones humanas». Nuestra vida debe tener una «forma sacrificial». Tiene que llegar hasta el amor que se manifiesta en el sacrificio. Por eso tiene que alimentarse del sacrificio del altar y de la misa. Teresa de Lisieux entendió que el corazón de la Iglesia es el amor. Entendió que los apóstoles dejarían de proclamar el evangelio, que los mártires no podrían seguir derramando su sangre si ese corazón no siguiera ardiendo. Comprendió que hasta ella, una joven religiosa, desde detrás de las rejas del Carmelo de una pequeña ciudad de provincias francesa, podía estar presente en todas partes: porque, si amaba a Cristo, estaba en el corazón de la Iglesia. Ese centro al que Teresa llama simplemente corazón y amor es la Eucaristía. Sí, la Eucaristía no es solo la presencia permanente del amor divino y humano de Jesucristo, que es siempre la fuente de la Iglesia sin la que esta estaría condenada a zozobrar y a ser engullida por las puertas de la muerte. En tanto presencia del amor divino y humano de Cristo, es la transfusión constante de Jesús hombre a los hombres que son sus miembros y que se convierten también ellos en Eucaristía y, por lo tanto, en el corazón y el amor de la Iglesia. El corazón tiene que seguir siendo corazón para que el resto de los órganos, gracias a él, estén en condiciones de servir como es debido. Ha esbozado usted el retrato de un cristiano de nuestro tiempo en el que cada virtud es uno de sus rasgos. ¿Querría añadir algún trazo más a ese retrato? Me gustaría insistir en la virtud de la religión, que hoy día está especialmente olvidada. La religión es la virtud que nos lleva a rendir culto a Dios, que nos lleva a rezarle y a adorarle. Culmina en el sacrificio de alabanza que le ofrecemos en la misa y que prolonga el rezo del oficio divino.

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