Se hace tarde y anochece
Nos olvidamos con demasiada frecuencia de que el culto es algo que debemos a Dios. No le estamos regalando generosamente nuestro tiempo. Es de justicia rendirle el homenaje interior de nuestra devoción y el homenaje exterior de nuestros gestos de adoración. El fundamento de la virtud de la religión es, por un lado, la trascendencia de la Majestad divina y, por otro, la dependencia de nuestra pequeñez creada. Hoy vemos a algunos sacerdotes y fieles cristianos manejar las cosas divinas con una falta de respeto y una ligereza que te enferman. Hay una grave pérdida del sentido de lo sagrado y de la trascendencia infinita de Dios. ¿Tan grande es el orgullo del hombre que le inspira repugnancia la adoración? Esta virtud demasiado olvidada tiñe los actos de las tres virtudes teologales a las que prepara el terreno y que, a su vez, la alimentan. Todo acto de fe y de amor a Dios se apoya en la oración. El cardenal Journet decía algo maravilloso: «La caridad emana del culto como el perfume de la flor». En todo amor humano se da como una inclinación ante la dignidad que Dios ha conferido al otro, creado a imagen de Dios. Y en un amor humano auténtico eso no significaría que nos apropiemos del otro y lo poseamos. Significa que reconocemos respetuosamente la grandeza y el carácter único de la persona del otro, de la que nunca se debe tomar posesión. Significa que nos inclinamos ante el otro y nos hacemos uno con el otro. En La Eucaristía centro de la vida escribía el cardenal Ratzinger: «En la comunión con Jesucristo esto alcanza una nueva altura, pues en ella se sobrepasa necesariamente el “partenariado” humano. Hablar del Señor como nuestro partenaire aclara, ciertamente, muchas cosas, pero encubre todavía más. Ya no estamos en el mismo terreno. Él es el Absolutamente Otro, en Él llega hasta nosotros la majestad del Dios vivo. Unirse a Él significa inclinarse y con ello abrirse a su grandeza [...]. En una homilía dirigida a los comulgantes decía san Agustín que nadie puede comulgar sin antes haber adorado. Y es especialmente conmovedor lo que se nos cuenta de los monjes de Cluny en los alrededores del año mil: cuando iban a comulgar se descalzaban: sabían que allí está la zarza ardiente, que el misterio ante el cual Moisés cayó de rodillas estaba allí presente. Las formas cambian, pero lo que debe permanecer es el espíritu de adoración». Tengo la impresión de que a veces queremos tener con Dios nuestro Señor una familiaridad artificiosa y fuera de lugar. En cambio, me conmueve ver a esos cartujos ancianos que, después de toda una vida de intimidad con Dios, siguen prosternándose en el suelo ante su presencia eucarística en señal de adoración y de amor. En la Gran Cartuja me dejó muy impresionado la media hora que pasan
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