Se hace tarde y anochece
poseer la verdad porque sabe que le da la mano a quien es la verdad misma». Queridos cristianos, al ofrecernos la fe, Dios abre su mano para que posemos en ella la nuestra y nos dejemos guiar por Él. ¿De qué tendremos miedo? ¡Lo importante es conservar nuestra mano en la suya! Nuestra fe es ese vínculo profundo con Dios. «Sé en quién he creído», dice san Pablo ( 2 Tm 1, 12). En Él hemos puesto nuestra fe. La conclusión del padre Jérôme es esclarecedora: «En el cristianismo solo existe la fe. No obstante, frente al ateísmo duro o fluido, la fe adquiere una importancia capital. Es al mismo tiempo el tesoro que queremos defender y la fuerza que nos permite defendernos». Conservar el espíritu de fe significa renunciar a cualquier compromiso, negarse a ver las cosas de otra manera que no sea con la fe. Es conservar nuestra mano en la mano de Dios. Estoy profundamente convencido de que es la única fuente posible de paz y de mansedumbre. Conservar nuestra mano en la de Dios es la garantía de una verdadera bondad sin complicidades, de una verdadera mansedumbre que no se cansa, de una verdadera fe sin violencia. ¡Hoy más que nunca la fe es una virtud de moda! Quiero subrayar también en qué medida la fe es fuente de alegría. ¡Cómo no estar alegre cuando nos confiamos a Aquel que es la fuente de la alegría! La actitud de fe es exigente, pero no rígida ni tensa. Alegrémonos, porque le damos la mano a Él. De la fe nacen juntas la fuerza y la alegría: «El Señor es el refugio de mi vida: ¿de quién tendré miedo?» ( Sal 27, 1). La Iglesia se muere, invadida por la acritud y la mentalidad de partido. Solo el espíritu de fe puede ser el fundamento de una auténtica benevolencia fraternal. El mundo se muere corroído por la mentira y la rivalidad. Solo el espíritu de fe puede aportarle la paz. Queridos amigos, me gustaría repetiros las contundentes y proféticas palabras del padre De Lubac escritas en 1942, en plena guerra, en su obra El drama del humanismo ateo: «Dado el estado actual del mundo, un cristianismo viril y fuerte debe llegar a convertirse en un cristianismo heroico [...]. Consistirá, precisamente, en resistir con todo coraje, frente al mundo y quizá frente a sí mismo, ante los influjos y las seducciones de un falso ideal para mantener firmemente, en su paradójica intransigencia, los valores cristianos amenazados y escarnecidos con humilde fiereza. Pues si el cristianismo puede y debe asumir las virtudes del paganismo antiguo, el cristiano que quiera permanecer fiel no
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