Se hace tarde y anochece
puede más que rechazar con un no categórico un neopaganismo que está fundado contra Cristo. La dulzura y la bondad, la delicadeza hacia los pequeños, la piedad —sí, la piedad— para con los que sufren, el desprecio de medios perversos, la defensa de los oprimidos, la consagración oscura, la valentía de llamar al mal por su nombre, el espíritu de paz y de concordia, el corazón abierto, el pensamiento del cielo: he ahí el heroísmo cristiano salvador [...]. Nunca se prometió a los cristianos que serían muchos, los más (Se les anunció más bien lo contrario). Tampoco se les dijo que parecerían siempre los más fuertes, ni que todos los hombres no serían conquistados por otro ideal que el suyo. Pero, en todo caso, el cristianismo no tendrá nunca eficacia real, ni existencia real, ni hará conquistas reales más que por fuerza del espíritu propio de él, por la fuerza de la caridad». Sí, ¡hoy más que nunca estamos llamados a ser fuertes, enérgicos e inquebrantables en la fe! Somos como los discípulos. Después de la crucifixión dejan de comprender. Su fe está erosionada. Les invade la tristeza. Creen que todo está perdido. También nosotros contemplamos un mundo entregado a la avidez de los poderosos. El espíritu del ateísmo parece haberse apoderado de la Iglesia. Incluso hay pastores que abandonan a sus ovejas. El aprisco está devastado. También nosotros, como los discípulos, huimos de la ciudad decepcionados y desesperanzados, y nos dirigimos a Emaús, hacia la nada. Ante nosotros se abre un camino que parece no llevar a ninguna parte. Caminamos sin entender y sin saber adónde ir. Solo el aire ronda nuestra amargura. Y, de pronto, un hombre empieza a caminar a nuestro lado. «¿De qué veníais hablando por el camino?», nos pregunta. Y nosotros le confiamos nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra decepción. Él toma la palabra y nos reprocha nuestra falta de fe: «¡Necios y torpes de corazón! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? ¿No era preciso que la Iglesia sufriera por ser fiel al maestro?». Nos explican las Escrituras. Sus palabras nos reconfortan. Reaviva nuestra fe. De pronto nuestra soledad queda rota por la fuerza de su certeza y la dulce bondad de su mirada. Y mientras a lo lejos el sol desaparece detrás de las montañas, mientras las sombras se alargan sobre el camino y el frío invade nuestros cuerpos, revive nuestro coraje y le suplicamos: cuando nos hablas, arde nuestro corazón; quédate con nosotros, Señor, porque se hace tarde y anochece.
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