Se hace tarde y anochece
frontera y paso; dice dónde termina una cosa y dónde comienza algo nuevo. Hasta él llega el primer espacio y entonces comienza el segundo. La frontera que marca el final del espacio antiguo es la misma que permite el paso hacia el nuevo. Como umbral, el altar constituye, primero, una frontera, aquella por antonomasia entre el espacio del mundo y el espacio de Dios, entre la accesibilidad del ámbito humano y la inaccesibilidad de Dios. El altar nos hace conscientes del desprendimiento en el que Dios vive y que le permite no ser afectado por las cosas del mundo; se podría decir que este se da “al otro lado del altar”, como la distancia infinita de Dios, o que está “sobre el altar”, como la cima de Dios. Estas dos frases no deben ser entendidas en el sentido inmediato, físico-espacial, sino en sentido espiritual; se refieren a que Dios es incomprensible, se sustrae a todo devenir, a toda aprensión y a todo esfuerzo; es el Todopoderoso y lleno de gloria, desprendido con respecto a todo lo terreno. Lo que da un fundamento a su distancia y a su altura no son medidas humanas, sino la esencia misma de Dios, su santidad, a la cual no tenemos acceso desde lo humano. Pero esto no puede ser, con todo, entendido como algo “puramente intelectual”, en el sentido de que se adecua al pensamiento. En la liturgia todo es un símbolo [...]. El altar no es una alegoría, sino un símbolo». El fiel, en efecto, no descubre en el altar el umbral de la Trascendencia y la frontera con el más allá movido por el hábito convencional de ver las cosas de ese modo: en cierto modo, contempla realmente ese umbral y esa frontera. Por eso no se sienta mientras el sacerdote que celebra está «al otro lado del altar», como ocupando el lugar de Dios. Al hacerlo así, actúa como una pantalla que oculta la Trascendencia de Dios. Es un velo que oculta la majestad de Dios. En lugar de contemplar a Dios, los fieles contemplan al sacerdote; y este, con sus movimientos, con sus gestos y sus palabras, nubla el Misterio, oculta la Trascendencia divina. «Solo se requiere de disposición interna y de un juicio sereno, para que podamos percibir realmente el misterio y responder a él con devoción. Cuando el momento es muy vívido, podemos incluso experimentar algo de lo que vivió Moisés cuando en la soledad del monte Horeb pastoreaba su rebaño y de pronto “se le apareció el ángel de Yahvé en llama de fuego, en medio de una zarza. Moisés vio que la zarza ardía, no se consumía”. Entonces se acercó, pero la voz de Dios le llamó de en medio de la zarza: “Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar que pisas es suelo sagrado” ( Ex 3, 1-5)». ¿Entendemos realmente lo que representa el altar? ¿Es consciente el sacerdote que sube a él de que está delante de la zarza ardiente, delante de la majestad y la
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