Se hace tarde y anochece
ante el altar». En Roma, sobre la puerta de la iglesia Santa María in Campitelli, hay una inscripción que nos recuerda con qué actitud del alma debemos entrar en un lugar sagrado. Allí, escritas en negro sobre un fondo dorado, se pueden leer estas palabras del salmista: Introibo in domum tuam domine. Adorabo in templum sanctum tuum in timore tuo: «Entraré en tu casa, me postraré en tu templo santo, en tu temor». Creo que todos deberíamos recordar estas palabras cuando entráramos en una iglesia. Y en especial los sacerdotes deberían llevarlas en el corazón al subir al altar: deberían recordar que en el altar se encuentran cara a Dios. En misa el sacerdote no es un profesor que dicta su lección empleando el altar como una tribuna cuyo eje central es el micrófono, y no la cruz. El altar es el lugar sagrado por excelencia, el espacio del cara a cara con Dios. ¿Cuál es la respuesta a la tentación de pasarse al mundo? A veces tenemos la sensación de estar adheridos a algo pegajoso que nos impide contemplar las realidades del cielo. Algo así como las arenas movedizas. ¿Cómo podemos despegarnos del mundo? ¿Cómo despegarnos del ruido? Cómo despegarnos de esa noche oscura que nos oprime y obstaculiza nuestro camino al cielo; que nos embrutece y nos hace olvidar lo esencial. Dios nos ha creado para estar y vivir junto a Él. Dios, que lo ha querido todo, no ha creado la naturaleza para sí misma. Dios no nos ha creado para una perfección exclusivamente natural. Dios tiene pensado un fin infinitamente superior a la perfección de la mera naturaleza: el orden sobrenatural, el don de puro amor que llamamos gracia y que nos hace partícipes de su propia naturaleza de Dios; la transmisión de su propia vida que nos convierte en sus hijos, capaces de conocerlo y amarlo en toda su intimidad, como Él se conoce y se ama a sí mismo. Hemos sido creados para despegarnos del mundo y vivir plenamente de la propia vida de Dios. Hemos sido creados para conocer y amar a Dios en su plena realidad de Dios. Por sí mismo el hombre es absolutamente incapaz de esa vida sobrenatural de la que lo separa un abismo infinito y que es un don gratuito de Dios. Pero estamos hechos para vivir con Dios y alcanzar nuestra perfección en Dios. Cuando Cristo explica a los hombres cuál debe ser su meta, no les dice: «Sed plena y perfectamente hombres, desarrollaos hasta la perfección de vuestra naturaleza humana», sino: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», es decir, la perfección de Dios. Aunque Dios nos ha creado para darnos su propia vida, no nos la da a pesar nuestro. Debemos responder a su don de amor con un don libre de amor. Nos
Made with FlippingBook
RkJQdWJsaXNoZXIy NDA0OTIx