Se hace tarde y anochece

toca a nosotros aceptar libremente el don que Dios nos ha hecho de su propia vida. De ahí la terrible capacidad del hombre de negarse a darse, de menospreciar el don de amor infinito de Dios. Esa negativa, ese menosprecio es el pecado. El pecado nos priva de la vida de Dios. Nos encadena y nos pega a las cosas de la tierra. A contrario , por medio de la oración, de un contacto personal y real con Dios, podemos despegarnos del mundo. Curiosamente, mientras que Dios nos invita a una felicidad sin orillas y sin fin en Él, nosotros nos dejamos fascinar por una felicidad limitada y superficial. La ciencia y la tecnología nos hipnotizan hasta el punto de hacernos obrar como si no hubiera nada más allá de la materia. Sabemos que cuanto hay en la tierra es perecedero y, sin embargo, seguimos prefiriendo lo fugaz a lo eterno. Hay que decirlo a tiempo y a destiempo: solo Dios guarda proporción con nuestro corazón. Solo Él puede aportarnos la plenitud a la que aspiramos. Los cristianos deben explicar constantemente a los hombres a qué felicidad están llamados. Tienen la obligación de decirle al mundo que los éxitos tecnológicos no son nada al lado del amor de Dios. El hombre es portador de la imagen de Dios y su alma es inmortal. ¿Cómo podemos hacer caso omiso de esa huella de Dios en nosotros? ¿Por qué el hombre solo fija su mirada en la tierra? Inclinado como un esclavo de este mundo, ya no levanta la cabeza. No obstante, la tierra solo es una puerta al cielo. No estoy invitando a descuidar las realidades terrenales. Este mundo ha sido querido por Dios, amado por Dios y moldeado con ternura por el corazón de Dios. Hemos de respetarlo y amarlo apasionadamente. Pero algún día lo abandonaremos. Nuestra patria eterna es el cielo. Nuestra patria y nuestra auténtica morada están en Dios. No cabe duda de que la pérdida del sentido de la salvación en Dios es un distintivo de nuestro tiempo. El hombre ha dejado de sentirse en peligro. Son muchos en la Iglesia los que ya no se atreven a enseñar la realidad de la salvación y de la vida eterna. En las homilías existe un extraño silencio en torno a las postrimerías. Se evita hablar del pecado original: es algo que suena arcaico. El sentido del pecado parece haber desaparecido. El bien y el mal ya no existen. Esa lejía tan sumamente eficaz que es el relativismo ha arrasado con todo. La confusión doctrinal y moral está exacerbada. El mal es el bien y el bien es el mal. El hombre ya no siente la necesidad de ser salvado. La pérdida del sentido de la salvación es la consecuencia de la pérdida de la trascendencia de Dios.

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