Se hace tarde y anochece

No parece preocuparnos lo que nos ocurrirá cuando hayamos dejado este mundo. Y preferimos pensar que el demonio no existe. Algunos obispos han llegado a afirmar que no es más que una imagen simbólica. ¿Así que Jesús estaba mintiendo cuando aseguró que es muy real, que Él mismo fue tentado por el demonio, el Príncipe de este mundo? Henri de Lubac tenía razón cuando en su Diálogo sobre el Vaticano II escribía que «se puede utilizar [la palabra “modernidad”] como vector de una cierta actitud general adoptada por un buen número de intelectuales, bajo el impacto de las extraordinarias conquistas de la ciencia moderna y de las no menos profundas desilusiones en que han venido a resolverse los grandes sueños del progreso y de la autodeificación del hombre. En este caso podría decirse que el origen primero de la “modernidad”, su espíritu profundo [...] es el rechazo de toda fe, consecuencia del rechazo del misterio humano. Esta modernidad rechaza el misterio. Podrá saber siempre más, explicar cada vez más cosas, pero ya no comprenderá realmente nada, porque ha cerrado las puertas al misterio». Según el teólogo, los presupuestos de la modernidad «son siempre los mismos, aunque no siempre aparezcan desde el principio: lo que se dice en la Biblia y en la tradición común no explicaría, en el fondo, la fe en un Dios trascendente que interviene en nuestro mundo, sino el descubrimiento del Hombre. Los misterios cristianos no serían otra cosa que ropaje simbólico, pura superstición, hasta que no se penetre su sentido, que aquellos misterios traducen para los espíritus débiles. Este es el más sutil y el más profundo ateísmo, todo lo contrario de la actitud de humildad que exige la lógica de la Encarnación y, ante todo, un sano realismo. San Agustín no se cansaba de repetirlo: hace falta una actitud humilde para entrar en el misterio de la encarnación del Verbo». A veces nuestro orgullo de hombres modernos nos conduce a una ceguera ridícula. Sí, es algo grande y hermoso temblar por nuestra salvación, aunque no por un miedo patológico a un dios terrible que condena por placer a diestro y siniestro. Pero ¿cómo puede salvarnos Dios si no tenemos la humildad radical de recibir la salvación como una gracia gratuita? ¿Nos vamos a plantar ante Dios haciendo valer nuestros derechos? ¿No hay una necesidad imperiosa de recibir los misterios de la fe y de la salvación con el corazón de un pobre? La riqueza de las sociedades modernas ya no nos enseña a recibir gratuitamente. Es una desgracia. Somos como niños mimados que no saben alegrarse cuando sus padres les regalan algo. Se quejan de no tener suficiente. Son pequeños, pero tienen la amargura y la tristeza de ancianos seniles. Ante Dios somos en esencia niños, pobres, mendigos que necesitan recibirlo todo. ¡Sí, temblemos por nuestra

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