Se hace tarde y anochece

salvación! No porque temamos a Dios, sino porque calibramos nuestra pequeñez al lado del don que Él nos hace. Se puede temblar con confianza y amor. Ese sentimiento tiene un nombre: el santo temor de Dios, que es un don del Espíritu Santo. Sí, hemos de temer, por amor, no saber abandonarnos a su misericordia. ¿Se puede decir que vivimos una época de confusión voluntaria entre lo natural y lo sobrenatural? ¿Los sacerdotes se ocupan de Cristo y de la evangelización del mundo; o más bien del bienestar terrenal de los hombres? Lo natural parece haber absorbido y devorado lo sobrenatural. El desierto de lo natural se ha tragado lo sobrenatural. Nos hemos vuelto sordos, autistas y ciegos para las cosas de Dios. Olvidamos que el cielo existe. Ya no vemos el cielo ni vemos tampoco a Dios. El hombre está hechizado por lo palpable. El mundo occidental ya no tiene experiencia de lo sobrenatural. Debemos volver a tejer nuestros vínculos con el cielo. Se han cerrado los ojos del hombre, que no sabe mirar la hondura del abismo. El lenguaje sobrenatural se ha convertido en algo hermético para él. Se ha acostumbrado a explicarlo todo, a comprenderlo todo, a demostrarlo todo. Sin embargo, el conocimiento de las cosas divinas se basará siempre en el misterio y en la relación con Aquel que nos ha revelado el Padre, el Hijo eterno hecho hombre. Para entender el lenguaje de Dios tenemos que dejarle hablar a través del Evangelio y de la liturgia. Nuestro orgullo se niega a dejar que Dios se exprese con palabras humanas. No podemos aceptar que Dios se haga cercano hasta el punto de ser un niño. No somos capaces de asumir que Dios quiera servirse de la Iglesia para entregarse a través de los sacramentos. Así lo decía ya Louis Bouyer en su obra Le Métier de théologien: «Es la culminación de una tendencia estigmatizada por Péguy cuando hablaba de quienes quieren conservar las manos tan puras que acaban por no tener manos. Se quiere un cristianismo tan purificado de sus elementos meramente humanos que el elemento divino, no teniendo sobre qué basarse ni por medio de qué expresarse, termina totalmente eliminado». Para este gran teólogo del Concilio Vaticano II, «la falsa gnosis que cree trascender tanto la palabra de Dios como el mito, en realidad reduce esa palabra a un mito completamente encerrado en sí mismo. El hombre cree afirmarse él solo y divinizarse a pulso y sin recurrir a Dios, sin acoger la gracia, y se convierte en esclavo del poder demoníaco, del poder de Satanás». Lo que dice Henri de Lubac en Paradojas cuando intenta identificar la negación fundamental sobre la que se ha construido la modernidad no difiere

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