Se hace tarde y anochece
tener tiempo para ti, para estar con Dios». Sea cual sea el número de compromisos que se vayan acumulando, sean cuales sean las urgencias pastorales, lo verdaderamente prioritario es encontrar tiempo para la oración, el oficio divino, la lectura espiritual, la adoración y la celebración de la Eucaristía. En el día a día el sacerdote suele estar dividido entre las numerosas necesidades de los fieles y la llamada silenciosa de Dios. A veces tiene la impresión de estar obligado a lograr que convivan las dos existencias de su vida. Pero en el fondo esa no es la realidad. Querría decirles a los sacerdotes que su vida es exclusivamente una. Su principio único y unificador reside en la unión con Dios, en el culto a Dios. De ahí debe brotar la acción ministerial. Cuando visitamos a los enfermos, cuando confesamos, cuando consolamos a los afligidos, cuando enseñamos el catecismo y llevamos a todos la Buena Nueva, hemos de permanecer unidos a Dios. Esos momentos no deben ser paréntesis en nuestra vida de adoración; al contrario, deben estar colmados de la unión con Dios que hemos obtenido del silencio. Son como un eco de ese silencio. En la entrega a los demás de nuestro ministerio es a Dios a quien seguimos adorando. Inmersos en nuestro ministerio nuestra alma susurra su adoración a Dios, presente en las personas a las que servimos. La oración da vida al ministerio. Y el ministerio da hambre de Dios. Nos conduce a la oración. ¿Quién no deposita en el corazón del Maestro todas las confidencias recibidas en la confesión? ¿Cómo puede ser nuestro ministerio prolongación de la obra del mismo Jesús si no empieza y acaba en una adoración llena de amor? Sin la oración el sacerdote se consume, se vacía y no tarda en convertirse en una máquina inútil que hace mucho ruido. Los sacerdotes deben consagrar buena parte de su día a la oración. Deben rumiar la palabra de Dios. Creo que es de vital importancia retirarse con frecuencia al desierto o al Horeb, a la montaña de Dios, como Moisés, Elías o el mismo Jesús. Jesús permaneció treinta años oculto tras el velo de nuestra humanidad, aprendiendo a trabajar en el silencio y la oración contemplativa. Ora et labora: esa era su vida diaria. Estaba en diálogo permanente con su Padre. Esos momentos de intimidad, a solas con Dios durante horas y noches enteras, eran momentos imprescindibles de comunión y de intimidad intratrinitaria. El sacerdote que no imita a Jesús en su vida de intimidad con el Padre está perdido. Cristo no dudaba en huir, en alejarse de la multitud que lo acosaba, para encontrarse con el Padre en la soledad, la oración, la contemplación y el silencio. Antes de ayudar a los demás, el sacerdote tiene que pedir ayuda al Señor.
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