Se hace tarde y anochece
Un sacerdote es un buen pastor. No está ahí para dedicarse prioritariamente a la justicia social, la democracia, la ecología o los derechos humanos. Estas derivas lo convierten en un experto en ámbitos muy alejados de la identidad sacerdotal querida por Cristo. Los misioneros desplegaban todas sus energías en la evangelización, la formación humana e intelectual y la salud física y espiritual del pueblo de Dios. Buscaban el equilibrio adecuado entre la vida del espíritu y el desarrollo humano. Pero sabían que, antes que nada, debían dedicarse a la oración para conducir a los hombres hacia Dios. Estaban decididos a hacer de su vida una ofrenda espiritual. ¿Es posible ocuparse con eficacia de la pobreza material si no se combate la pobreza espiritual? ¿Es posible luchar contra la corrupción, la violencia, las injusticias y cualquier vulneración de la vida y la dignidad humanas si no ofrecemos antes la luz del Evangelio a las conciencias humanas; si eliminamos a Dios de las inquietudes humanas, políticas y económicas? No puede extrañarnos la debilidad de la labor evangelizadora. Muchas veces el nivel de la vida catequética es vergonzoso, hasta el punto de que los cristianos han dejado de conocer los fundamentos de su propia fe. La formación permanente de los creyentes es fundamental. ¿De qué se van a alimentar los fieles si se limitan a escuchar una vez a la semana una homilía de diez minutos? Decir que al cabo de diez minutos la gente deja de escuchar es mentir: si su capacidad de atención es tan reducida, ¿cómo consiguen pasarse horas y horas delante de la televisión? Se escribe mucho sobre la nueva evangelización. Es urgente que cada sacerdote, cada obispo, haga examen de conciencia y se cuestione claramente ante Dios su enseñanza y su compromiso catequéticos. Hacemos muchas cosas, corremos de reunión en reunión. Hacemos multitud de viajes y de visitas y descuidamos lo esencial: la oración, nuestro deber de enseñar, de santificar y de conducir hasta Dios al pueblo cristiano y a todos los que buscan al Señor. Recordemos estas palabras, que deben marcar hondamente nuestra vida sacerdotal: «Los doce convocaron a la multitud de los discípulos y les dijeron: “No es conveniente que nosotros abandonemos la palabra de Dios para servir las mesas. Escoged, hermanos, de entre vosotros a siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, a los que designemos para esta tarea. Mientras, nosotros nos dedicaremos asiduamente a la oración y al ministerio de la palabra”» ( Hch 6, 2-4).
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