Se hace tarde y anochece

generando una interpretación errónea de los signos. Desde esta perspectiva, cuesta creer que la identidad sacerdotal fuese fomentada y protegida si quedara suprimida —aun restringiéndola a determinadas regiones— la exigencia del celibato tal y como lo quiso Cristo y como lo ha conservado celosamente la Iglesia latina. Y, al mismo tiempo, cabe preguntarse, a la luz de esta doctrina, qué idea tendría el pueblo de Dios de los sacerdotes casados. Las palabras del evangelista, aunque no se refieran directamente al sacerdocio, no admiten controversia: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo» ( Lc 14, 26). Ninguna autoridad, ningún sínodo, por ninguna razón y por ninguna necesidad local, podrá arrogarse el poder de disociar sin más el sacerdocio y el celibato sacerdotal, porque —tal y como recuerda el Concilio Vaticano II— el celibato del clero no es solo un «precepto de la ley eclesiástica, sino un don precioso de Dios» ( Optatam totius Ecclesiae renovationem , 10). ¿A qué momento de la historia de la Iglesia se remonta esta práctica? La ley de la continencia primero, y después, del celibato se ha considerado de origen apostólico desde los primeros siglos de la Iglesia. Todos los documentos antiguos reconocen un vínculo ontológico entre el sacerdocio y la continencia. Sería una falsedad negar la unanimidad de la tradición primitiva a este respecto. De hecho, la llamada al presbiterado de los hombres casados siempre ha ido acompañada del precepto de la continencia, aun cuando los esposos siguieran viviendo bajo el mismo techo. En los documentos antiguos, testigos de la tradición, no se encuentra un solo indicio de una doctrina contraria anterior a finales del siglo VII, cuando se originó cierta confusión en Oriente. El concilio de Elvira del año 305, los decretos de 385 y 386 del papa Siricio y el concilio de Cartago de 390 son los primeros testimonios escritos de una tradición que en esa época se considera incuestionable y sólidamente instaurada; y, de hecho, no se cuestiona. Si por aquel entonces se hubiera practicado otra disciplina, tendríamos que disponer por fuerza de algún indicio de controversia. No obstante, según los documentos más antiguos, se trata de una disciplina asumida y pacíficamente aceptada por toda la Iglesia indivisa. Las actas magisteriales recogen la necesidad de la continencia perfecta en el caso de los diáconos, sacerdotes y obispos; y afirman que esa disciplina se remonta a los apóstoles. Son los primeros textos escritos de una tradición oral incuestionada e

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