Se hace tarde y anochece
incuestionable. El 16 de junio del año 390, en el segundo concilio de Cartago, los padres conciliares votaron el siguiente canon: «El obispo Epigonio dijo: “De acuerdo con lo que en el concilio precedente se ha tratado de la continencia y la castidad, los tres grados que están ligados por la ordenación a una determinada obligación de castidad —es decir, obispos, sacerdotes y diáconos— deben ser instruidos de un modo más completo sobre su cumplimiento”. El obispo Genetlio continuó: “Como se ha dicho anteriormente, conviene que los sagrados obispos, los sacerdotes de Dios y los levitas, o sea, todos aquellos que sirven en los divinos sacramentos, sean continentes por completo para que puedan obtener sin dificultad lo que piden al Señor; a fin de que nosotros también custodiemos lo que han enseñado los apóstoles y ha conservado una antigua usanza”. A esto respondieron los obispos de forma unánime: “Todos nosotros estamos de acuerdo en que obispos, sacerdotes y diáconos, custodios de la castidad, se abstengan también de sus esposas con el fin de que en todo y por parte de todos los que sirven al altar sea conservada la castidad”». Este canon confirma de forma indirecta la presencia de muchos hombres casados entre las filas del clero, aunque todos ellos estaban llamados a la continencia. Los sujetos de la ley son los diáconos, sacerdotes y obispos, es decir, los tres grados superiores del estado clerical a los que se accede a través de las consecrationes , que distinguen a algunos hombres para el cumplimiento de las funciones concernientes a lo divino. En este caso el servicio eucarístico es el fundamento específico de la continencia exigida a los ministros que ejercen el sacerdocio. Celebrar sacramentalmente el sacrificio de Cristo requiere vivirlo también en la carne. Monseñor Lobinger se aleja mucho de la tradición apostólica cuando propone la ordenación sacerdotal de hombres casados con vistas a la celebración de la Eucaristía. Es precisamente el servicio eucarístico el que requiere la continencia perfecta de los ministros sagrados. La celebración de la Eucaristía conlleva una estrecha configuración del sacerdote con Cristo pobre, casto y obediente. A este se añade un segundo motivo que viene a subrayar la finalidad de la obligación: la posibilidad de obtener «sin dificultad» lo que piden a Dios. Sin la castidad, el ministro carecería de una cualidad esencial a la hora de presentar a Dios las peticiones u ofrendas de sus hermanos los hombres, y estaría privado de alguna manera de la libertad de palabra que le proporciona la renuncia a cualquier vínculo familiar terrenal. Gracias a la castidad, sin embargo, entabla con el Señor una relación «fácil» porque se ha entregado y donado enteramente.
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