Se hace tarde y anochece
obediencia de la cruz y ser así representatio Christi en el tiempo del mundo, presencia de su poder como contrapoder respecto al poder del mundo [...]. Cristo defiende la verdad no mediante legiones, sino que, a través de su Pasión, la hace visible». Con su vida humilde y entregada, los sacerdotes y los consagrados lanzan un formidable desafío a los poderes del mundo. Me gustaría recordároslo. Todos vosotros, sacerdotes y religiosos escondidos y olvidados; vosotros, a quienes la sociedad a veces desprecia; vosotros, que sois fieles a las promesas de vuestra ordenación: ¡vosotros hacéis que tiemblen los poderes del mundo! Les recordáis que nada se resiste a la fuerza de la entrega de vuestra vida por la verdad. El príncipe de la mentira no soporta vuestra presencia. Vosotros no defendéis una verdad abstracta o un partido. Habéis decidido sufrir por amor a la verdad, a Jesucristo. Sin vosotros, queridos hermanos sacerdotes y consagrados, la humanidad sería menos grandiosa y menos bella. Sois el escudo vivo de la verdad porque habéis aceptado amarla hasta la cruz: «La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre [...]. La capacidad de aceptar el sufrimiento por amor del bien, de la verdad y de la justicia es constitutiva de la grandeza de la humanidad porque, en definitiva, cuando mi bienestar, mi incolumidad, es más importante que la verdad y la justicia, entonces prevalece el dominio del más fuerte; entonces reinan la violencia y la mentira. La verdad y la justicia han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se convierte en mentira. Y también el “sí” al amor es fuente de sufrimiento, porque el amor exige siempre nuevas renuncias de mi yo, en las cuales me dejo modelar y herir. En efecto, no puede existir el amor sin esta renuncia también dolorosa para mí, de otro modo se convierte en puro egoísmo y, con ello, se anula a sí mismo como amor. Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo», escribía Benedicto XVI en su encíclica Spe salvi (nn. 38-39). Por medio de su espléndida entrega al Señor de todo su cuerpo, de todo su corazón y de todas sus fuerzas, los sacerdotes y los consagrados son crucificados con Cristo y en honda comunión con sus sufrimientos. Quieren conformarse a Él en su muerte. Todos pueden decir con san Pablo: «Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» ( Ga 2, 19-20).
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