Se hace tarde y anochece

convertir su dolor en alegría, su aislamiento en comunión, su muerte en vida. Ofrece esperanza ilimitada a nuestro mundo caído. Por eso, el mundo necesita la cruz. No es simplemente un símbolo privado de devoción, no es un distintivo de pertenencia a un grupo dentro de la sociedad, y su significado más profundo no tiene nada que ver con la imposición forzada de un credo o de una filosofía. Habla de esperanza, habla de amor, habla de la victoria de la no violencia sobre la opresión, habla de Dios que ensalza a los humildes, da fuerza a los débiles, logra superar las divisiones y vencer el odio con el amor. Un mundo sin cruz sería un mundo sin esperanza, un mundo en el que la tortura y la brutalidad no tendrían límite, donde el débil sería subyugado y la codicia tendría la última palabra. La inhumanidad del hombre hacia el hombre se manifestaría de modo todavía más horrible, y el círculo vicioso de la violencia no tendría fin. Solo la cruz puede poner fin a todo ello. Mientras que ningún poder terreno puede salvarnos de las consecuencias de nuestro pecado, y ninguna potencia terrena puede derrotar la injusticia en su origen, la intervención redentora de Dios Amor puede transformar radicalmente la realidad del pecado y la muerte», decía Benedicto XVI en una homilía pronunciada en Nicosia en 2010. Vuestra misión, queridos hermanos sacerdotes, consiste en llevar la cruz al corazón del mundo. Vuestra vida se centra en la celebración diaria del sacrificio de la misa que renueva el de la cruz. Vuestra vida diaria es una prolongación de la cruz. ¡Sois hombres de cruz! ¡No tengáis miedo! Me gustaría infundiros aliento con todo mi corazón de obispo. Que no os inquiete el ruido del mundo. Se burlan de vuestro celibato, pero tienen miedo de vosotros. No os separéis de la cruz: es la fuente de toda vida y de todo amor auténtico. Si enraizáis vuestra vida en la cruz, os asentáis sobre la fuente de todo bien: «Esto es lo que celebramos cuando nos gloriamos en la cruz del Redentor [...]. Cuando proclamamos a Cristo crucificado, no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Él. No ofrecemos nuestra propia sabiduría al mundo, no proclamamos ninguno de nuestros méritos, sino que actuamos como instrumentos de su sabiduría, de su amor y de sus méritos redentores. Sabemos que somos simplemente vasijas de barro y, sin embargo, hemos sido sorprendentemente elegidos para ser mensajeros de la verdad redentora que el mundo necesita escuchar. Jamás nos cansemos de admirarnos ante la gracia extraordinaria que se nos ha dado, nunca dejemos de reconocer nuestra indignidad, pero, al mismo tiempo, esforcémonos siempre para ser menos indignos de nuestra noble llamada, de manera que no pongamos en entredicho la credibilidad de nuestro testimonio con nuestros errores y caídas [...]. A la vez que proclamamos la cruz de Cristo, esforcémonos siempre por imitar el amor gratuito de quien se ofreció a sí mismo por nosotros

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