Se hace tarde y anochece

tiene sentido si creemos verdaderamente en la vida eterna y si creemos que Dios nos compromete y que nosotros podemos vivir para él», decía Benedicto XVI al clero de Bolzano en agosto de 2008. El celibato sacerdotal se ha conservado desde la Antigüedad como una de las glorias más puras del sacerdocio católico. Esto era lo que decía san Juan XXIII el 26 de enero de 1960 durante la segunda sesión del sínodo romano: «Nos aflige que para salvar cualquier resto de la propia dignidad perdida alguno pueda delirar sobre la posibilidad o conveniencia para la Iglesia católica de renunciar a lo que durante siglos y siglos ha sido y sigue siendo una de las glorias más nobles y puras de su sacerdocio. La ley del celibato eclesiástico y el cuidado de hacer que prevalezca es siempre una evocación de las luchas de los tiempos heroicos, cuando la Iglesia de Cristo tuvo que luchar y venció con el éxito de su trinomio glorioso, que es siempre emblema de victoria: la Iglesia de Cristo libre, casta y católica». El 24 de junio de 1967, san Pablo VI, por su parte, escribió en su encíclica Sacerdotalis caelibatus: «Pensamos, pues, que la vigente ley del sagrado celibato debe también hoy, y firmemente, estar unida al ministerio eclesiástico; ella debe sostener al ministro en su elección exclusiva, perenne y total del único y sumo amor de Cristo y de la dedicación al culto de Dios y al servicio de la Iglesia, y debe cualificar su estado de vida, tanto en la comunidad de los fieles, como en la profana». En su decreto Presbyterorum ordinis sobre el ministerio y vida de los sacerdotes el concilio ecuménico Vaticano II enseñaba que «la perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor, aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo. No es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que recomienda el celibato eclesiástico, este Santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa vocación, sigan consagrando su vida plena y

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