Se hace tarde y anochece
debe vivir y obrar, como Cristo, en la verdad y en la fuerza del Espíritu Santo, con su humilde servicio a Dios y a la Iglesia y por la salvación de las almas. Gracias a esa consagración, la vida espiritual del sacerdote está grabada, modelada y marcada por la conducta propia de Cristo. La homilía de Benedicto XVI durante la misa crismal del jueves santo de 2009 es inequívoca: «La víspera de mi ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la Sagrada Escritura porque todavía quería recibir una palabra del Señor para aquel día y mi camino futuro de sacerdote. Mis ojos se detuvieron en este pasaje: “Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad”. Entonces me di cuenta: el Señor está hablando de mí, y está hablándome a mí. Y lo mismo me ocurrirá mañana. No somos consagrados en último término por ritos, aunque haya necesidad de ellos. El baño en el que nos sumerge el Señor es Él mismo, la Verdad en persona. La ordenación sacerdotal significa ser injertados en Él, en la Verdad. Pertenezco de un modo nuevo a Él y, por tanto, a los otros, “para que venga su Reino”. Queridos amigos, en esta hora de la renovación de las promesas queremos pedir al Señor que nos haga hombres de verdad, hombres de amor, hombres de Dios. Roguémosle que nos atraiga cada vez más dentro de sí, para que nos convirtamos verdaderamente en sacerdotes de la Nueva Alianza». Y añadía: «Estar inmersos en la verdad y, así, en la santidad de Dios también significa para nosotros aceptar el carácter exigente de la verdad; contraponerse tanto en las cosas grandes como en las pequeñas a la mentira que hay en el mundo en tantas formas diferentes; aceptar la fatiga de la verdad, para que su alegría más profunda esté presente en nosotros. Cuando hablamos de ser consagrados en la verdad, tampoco hemos de olvidar que, en Jesucristo, verdad y amor son una misma cosa. Estar inmersos en Él significa afondar en su bondad, en el amor verdadero. El amor verdadero no cuesta poco, puede ser también muy exigente. Opone resistencia al mal, para llevar el verdadero bien al hombre. Si nos hacemos uno con Cristo, aprendemos a reconocerlo precisamente en los que sufren, en los pobres, en los pequeños de este mundo; entonces nos convertimos en personas que sirven, que reconocen a sus hermanos y hermanas, y en ellos encuentran a Él mismo». Me pregunto si no es esta una de las hondas raíces de la crisis del mundo y de la Iglesia que estamos viviendo. Hemos olvidado que la fuente de toda verdad y todo bien no nos pertenece a nosotros. Nos hemos olvidado de dejarnos sumergir en Cristo. Hemos querido llevar a cabo nosotros solos y conforme a nuestros proyectos humanos lo que solo Él es capaz de hacer. Los sacerdotes se han visto a sí mismos como directores de un proyecto generoso, pero demasiado humano.
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