Se hace tarde y anochece

reino de Cristo, presente actualmente en misterio”» ( Lumen gentium , n. 3). La pérdida de esa mirada de fe sobre la Iglesia es el origen de todos los síntomas de la secularización. El activismo corroe la oración, la auténtica caridad se transforma en una solidaridad humanitaria, la liturgia queda a merced de la desacralización, la teología se convierte en política, hasta la noción de sacerdocio entra en crisis. La secularización es un fenómeno terrible. ¿Cómo lo podríamos definir? Se puede decir que consiste en una ceguera voluntaria. Los cristianos deciden no dejarse iluminar más por la luz de la fe. Deciden sustraer a esa luz una parte de la realidad, luego otra... Deciden vivir en tinieblas. Ese es el mal que corroe a la Iglesia. Decidimos prescindir de la luz de la fe en la práctica y también en la teoría. Hacemos teología tratando a Dios como una mera hipótesis racional. Leemos las Escrituras como un libro profano, y no como la palabra inspirada por Dios. Organizamos la liturgia como un espectáculo, y no como la renovación mística del sacrificio de la cruz. Llegamos hasta el extremo de que los sacerdotes y los consagrados viven de un modo meramente profano. Muy pronto hasta los cristianos vivirán «como si Dios no existiera». «Se hace cada vez más borroso el rostro de Dios. “La muerte de Dios” es un proceso totalmente real, que se instala hoy en el mismo corazón de la Iglesia. Dios muere en la cristiandad, así al menos parece», escribía consternado Joseph Ratzinger en su discurso del 4 de junio de 1970 en la Academia Católica de Baviera. En la esencia de la crisis de la Iglesia, la fe se convierte en una realidad engorrosa hasta para los propios cristianos. «De esta manera —dice el papa Francisco— la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, este queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin

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